17 de agosto de 2005

Mi nueva cara (III)

Pasados 79 días de la cirugía que le cambió el rostro, el escritor se enfrenta al espejo y a las consecuencias de, físicamente, haber dejado de ser él. Capítulo final de un ejercicio tan osado como cualquiera de los libros de Medina.

Por: Efraím Medina

Y porque soy feliz y bailo y canto
piensan que no me han hecho daño alguno.
W. Blake
9. El otro Medina
Borges decía que odiaba los espejos y la cópula porque multiplicaban el número de la especie; es cierto, Borges decía muchas pendejadas. Más que odiar he temido la minuciosa crueldad con que los espejos reproducen cada detalle adverso y ahora, mientras revisaba qué cosas habían cambiado en mi cara, tuve la sensación que dejaba atrás un terrible lastre. La maldita joroba había desaparecido y el tabique lucía más delgado, los ojos se veían más grandes y despejados, la expresión era menos agresiva, la frente estaba lisa y me veía algo más joven. Andrés Mejía y Rafael Pérez parecían satisfechos. Salí del baño y me pusieron un vendaje más liviano en la nariz.
-¿Cómo te sientes? -preguntó Andrés.
Traté en vano de encontrar el entusiasmo vivido apenas un minuto antes en el espejo pero se había esfumado y en su lugar quedaba esa extraña mezcla de fastidio y abandono que sentimos luego del coito o de una gran victoria.
-Estoy bien -dije sin mucha convicción. A pesar de haber salido para siempre del club de los tabiques gruesos y jorobados estaba más triste que nunca. Supongo que debo acostumbrarme.
-Aún estás muy inflamado -dijo Andrés-. Los cambios se irán asentando poco a poco.
Apenas regresé a mi apartamento busqué el espejo. El entusiasmo volvió y con él las dudas y el vacío. ¿Qué me estaba pasando? El dolor, la superficie amoratada, la expresión tranquila... Por increíble que parezca extrañaba los rasgos perdidos como si con ellos se hubiera ido al desagüe mi propia alma.
Una semana después llegué a Cartagena y tomé un taxi hasta la casa de mi madre. Ella abrió la puerta y se quedó muy seria mirándome. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
-No te preocupes -dije abrazándola-. Me dolió menos de lo que parece.
Entramos. Julia Andrea, mi sobrina de tres años, estaba allí. Me observó curiosa.
-Te pareces a Mickey Mouse -dijo riendo.
Laura Elisa, mi sobrina de dieciséis años, fue más lacónica:
-No está mal.
Me sentí decepcionado. Le pedí ser más explícita.
-Tu otra nariz no era fea -dijo ella. ¿Por qué la cambiaste?
Mi madre seguía llorando. Le pregunté qué pasaba y ella me señaló una vieja foto de mi padre en la pared. Miré la foto y como tantas otras veces pensé que se parecía mucho a mí, solo que los ojos eran más grandes y el tabique recto y delgado como... mi nuevo tabique.
-Ahora eres exacto dijo mi madre entre sollozos.
-No me operé por eso repliqué avergonzado.
-¡Mickey Mouse! -gritó feliz Julia Andrea.
-Mickey Mouse es un ratón -dijo Laura Elisa.
-No es un ratón -respondió enojada Julia Andrea-, es un conejo.
Laura insistió y Julia Andrea, que les tenía pánico a los ratones, negó una y otra vez que Mickey fuera un ratón. Mientras tanto el otro Medina, mi padre, me observaba indiferente desde la pared

10. Hombres y ratones
¿Por qué acepté la cirugía? No tengo una respuesta concreta y cada vez que intento una nueva me suena más falsa que la anterior. Es obvio que no estaba satisfecho con mi apariencia y tampoco lo estoy ahora ni lo estaré jamás. De poder habría elegido ser un tiburón blanco, un guepardo o un halcón... Lo prudente, antes de expresar cualquier deseo, sería recordar esa increíble frase de Santa Teresa de Jesús: Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas. Vivimos en un mundo infame donde todo es desechable, incluidas las frases lúcidas. No hay que ser un genio para entender que en la mayoría de casos los hombres dejamos a las mujeres cuando "pierden su fragancia" y se convierten en un trasto más. Es como si ellas, al igual que el resto de las cosas en este demencial supermercado, tuvieran fecha de vencimiento. El deseo secreto de todos sigue siendo la esquiva juventud. Los quirófanos de este mundo se atestan cada día de personas que quieren quitarse unos años de encima. La vejez, como bien decía Hemingway, es algo asqueroso (y como era un tipo coherente se pegó un tiro poco antes de lo que sería su cumpleaños número 62). Pero no solo las personas padecemos los avatares del tiempo; en 1974 un cachorro inglés de labrador retriever se convirtió en la imagen del papel higiénico Scottex, su tierna carita sedujo a los británicos y luego invadió el mundo. Durante más de treinta años ese ícono se ha mantenido vigente e incluso, en el prestigioso museo Madame Tussaud de Londres, hay una réplica en cera de su graciosa figura. Por supuesto que la demanda de labrador retriever como mascota aumentó de forma considerable en las últimas décadas convirtiéndose en el compañero ideal de niños y adultos que fundaron clubes para compartir su pasión por el perrito y le juraron amor eterno. Pero ya sabemos que la fama tiene su lado oscuro y, a finales de los ochentas, en varios países europeos las autoridades sanitarias detectaron un alarmante índice de mascotas abandonadas en edad adulta y la triste lista era encabezaba por el labrador retriever. ¿Qué había pasado con el amor eterno? Un estudio reveló luego que, debido al célebre comercial, muchos compraron su labrador retriever pensando que sería cachorro por siempre.
Comparto con mi sobrina el temor a los ratones pero no el amor por Mickey Mouse. En una de tantas biografías leí que Walt Disney también temía a los ratones y creó a Mickey Mouse para vencer ese temor. Quizá nuestra incesante lucha contra el miedo se deba a que eso que tememos ejerce una profunda atracción sobre nosotros. Es posible que Dios, al igual que Walt Disney y mi sobrina, temiera a los ratones y esa fuera la razón de habernos creado. ¿Cuál es nuestro mayor temor? Sin duda ser rechazados. De niño aprendemos que nuestro propio Creador nos sacó a patadas de su casa y para regresar allí no hay otro camino que el dolor y la muerte; de esa forma el temor a ser abandonados invade nuestra vida. La imperiosa necesidad de ser aceptados nos lleva a pagar cualquier precio por unas migajas patéticas de la juventud perdida. Cada persona intenta ser lo más agradable posible. Es posible que los ratones a fuerza de mirarse al espejo hayan aprendido a verse como hombres y entonces ¿qué vendría a ser Mickey Mouse?

11. Mujeres y autómoviles
La belleza no es un mérito pero funciona como tal. Brad Pitt gana más dinero por segundo que el que gana un soldado que arriesga la vida durante años en cualquier estúpida guerra. Brad Pitt es una especie de dios para el género humano y nadie piensa que él tenga miedo de los ratones. Como tanta otra gente mediocre y acomplejada he pensado que intentar mejorar la apariencia es una banalidad. Todavía lo pienso. Pero allá afuera cientos de personas inteligentes, con el alma en su sitio y una dignidad a toda prueba son desplazadas por bellos y malditos seres a los que les basta una sonrisa. A muchos les parece inmoral que un tipo gordo y feo seduzca a una bella mujer gracias a su Ferrari, en cambio les parece lógico que otro lo consiga mostrando dientes perfectos y dorados músculos. ¿Por qué los músculos sí y el Ferrari no? A menudo se requieren más virtudes y esfuerzo para conseguir un Ferrari, sobre todo si eres gordo y feo, que una pila de músculos de mierda. Una mujer puede amar a un tipo por su tono de voz o el tamaño de su piscina, ambas cosas son atributos de quien las posee. A la pobre inteligencia le queda cada vez más difícil competir contra unas lindas piernas. Los quirófanos pueden ayudarnos a ser más agradables pero no existe cura posible para un cretino.
Un mes y siete días después de la cirugía regresé a Italia. Mientras el avión aterrizaba en el aeropuerto Marco Polo de Venecia pensé en qué reacción tendría mi mujer; ella había aceptado con reservas mi decisión a operarme. Esperé las maletas y empujé el carrito hacia la salida. Los policías me observaron y, por primera vez en cinco años, no me detuvieron para pedirme el pasaporte. Tuve una alegría pasajera y luego rabia. Afuera estaba Marta que me observó fijamente. La besé y me apartó para verme. Su expresión era ambigua.
-Cambiaste mucho...-dijo.
-No me pidieron pasaporte -dije.
-Te ves raro -replicó ella.
-¿Raro bien o raro mal?
-Muy raro -dijo.
Durante el trayecto hacia Vicenza hablamos de muchas cosas menos de la cirugía. Su familia me recibió con bromas y no pareció importarles un pito mi nueva cara. Por alguna razón me sentía decepcionado cada vez que alguien se mostraba indiferente a lo que para mí era uno de los dos o tres acontecimientos más importantes de mi vida. Esa noche vinieron las amigas de Marta. Anna fue la más compresiva, ella también se había operado la nariz años atrás. Luisa no acababa de entender por qué lo había hecho.
-Perdiste tu encanto -dijo-. Te ves... normal.
Al día siguiente Marta estaba más tranquila. Confesó que había tenido mucho miedo de no reconocerme. En la calles de Vicenza tuve la impresión que ya había sentido en Bogotá y el aeropuerto; mi nueva cara producía confianza. Los niños no mostraban ningún temor y los adultos sonreían sin recato. La agresividad de mi antigua expresión había asustado a muchos niños a mi paso y eso era un infierno para mí que ahora parecía haberse ido al diablo.

12. Easy Rider
Han pasado 79 días y me he acostumbrado a mi nueva expresión al punto de olvidar cómo era antes o si fue diferente alguna vez. He escuchado los más diversos comentarios sobre mi experimento y a mi correo han llegado mensajes de toda índole. La mayoría quiere saber cómo me siento y si conseguí lo que quería. Imagino que la sensación que deja una cirugía de cualquier tipo está ligada a las expectativas que se tengan. En mi caso, nunca tuve intención de competir en ternura y simpatía con un cachorro de labrador retriever, me bastaba mejorar el tabique y en eso quedo tranquilo. Ahora me acerco al espejo con menos temor y una rara alegría se enciende de vez en cuando por ahí. Lo peor de mí sigue vigente y lo mejor que creo hay en mí es la voluntad que tengo de vigilar, tolerar y controlar lo peor de mí. No puedo negar que he bailado en un pie celebrando mis cambios. También he llorado a medianoche por no haberme negado a esos cambios. Mientras estaba inerme en el quirófano el universo siguió su curso. Durante esas cinco horas y cuarenta minutos más niños murieron de hambre en África y más niñas soñaron con ser reinas de belleza en Venezuela. Hubo atentados en Irak y se pagaron cifras astronómicas por alguna nueva estrella del fútbol brasileña. ¿Y si algo grave le hubiera ocurrido a mi madre mientras estaba allí? Es la jodida pregunta que me hago desde unas semanas. Saber que no habría podido ayudarla ni estar con ella me corta la respiración. Sobre todo sabiendo que no llegué a ese quirófano por necesidad: estaba allí por capricho. Escribir la experiencia con la intención de hacer pensar a otros es pequeño consuelo. Si algo terrible le hubiera pasado a los que amo mientras estaba allí me sentiría un ridículo gusano por el resto de la vida. Pensarlo a estas alturas es absurdo, pero lo pienso y es un aguijón que se clava muy adentro.
Una hipótesis afirma que Michael Jackson se obsesionó con cambiar de nariz porque quería hacerla lo más diferente posible a la de su padre; según ciertos biógrafos el resentimiento de Michael por su padre se deriva de los maltratos y las exigencias físicas y mentales a que lo sometió desde su más tierna infancia. Es posible que todas las cirugías que se hizo en el curso de los años y las que aún hará se deban a esa frenética fuga para borrar la imagen de su "creador". Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Jackson qué iba a responderles a todos aquellos que lo acusaban de haber tenido contacto sexual con niños y él, sin alterarse, preguntó a su vez: "¿Dónde estaban ellos cuando yo tenía seis años?". Por fortuna los recuerdos que tengo de mi padre son los mejores. Fue bueno conmigo y por eso me cuesta trabajo, y me duele y emociona más allá de las palabras, describir el momento en que mi madre sacó las viejas y queridas Ray Ban de la gaveta, las sopló y pulió luego frotándolas suavemente a la altura del corazón en su vestido de flores y con una ternura, que ninguna criatura podrá superar y que recordaré mientras viva, se empinó en la punta de sus pies y me las puso. Un segundo antes que las Ray Ban empezaran a cabalgar en mi tabique supe que nunca más debería explicar a nadie por qué rayos siento lo que siento ahora y soy esto que todavía soy.