10 de noviembre de 2006

Cómo es ser belfo

Cómo es ser belfo

Solo el humor puede convertir un defecto en un atributo. Yo fui el único de mis tres hermanos que salió feo, orejón y belfo, pero también el único que ha sido famoso y que ha hecho reír tanto a los colombianos. Mi mamá me decía que fresco, que eso no importaba, que no les parara bolas a los chinos que se burlaban en el colegio. Era la década del 50, y en ese entonces sí me molestaba que me pusieran sobrenombres como ‘Carracas‘, que se rieran por la forma en la que hablaba o que me dijeran belfo. Por eso, cada vez que tenía nuevos compañeros me tocaba limpiar el terreno a puñetazos. Mi corpulencia me permitía siempre salir airoso, les dejaba el ojo morado a varios, se acababan las burlas, pero me metía en problemas con la rectoría, a donde solía ir a parar. Un día descubrí que la mejor arma era el humor. Cambié la violencia por la risa. Eso me dio licencia para reírme también de los demás y terminé siendo el que más la montaba en clase. El payaso del curso. Hacía muecas, imitaba a la gente y molestaba tanto, que terminé echado de varios colegios por indisciplinado.

A los quince años empecé a hacer fonomímica, una actuación humorística que andaba muy de moda en esa época. Me paraba frente al público y simulaba que cantaba mientras sonaba un disco de Antonio Aguilar o de cualquier otro ídolo musical del momento. Exageraba los gestos, estiraba aún más el mentón y todos se morían de la risa. Impulsado por el éxito cómico que tenía gracias a mi físico, me presenté para contar chistes en un programa de televisión en Colombia de Pacheco que se llamaba Operación Ja Ja y ahí me quedé. El programa luego se convirtió en Sábados felices y ahí conocí a otros grandes humoristas a los que admiro mucho y que también hicieron de sus defectos sus mayores atributos: la Gorda Fabiola, el Mocho Sánchez y el Flaco Agudelo.

Fue en 1974 o 1975, no recuerdo bien, cuando gracias a ser belfo fui bautizado por segunda vez, con el sobrenombre por el que todos los colombianos me conocerían de ahí en adelante: Mandíbula. Íbamos a grabar un sketch donde salía un hombre muy feo —que iba a encarnar yo—y le estábamos buscando nombre. La idea fue del equipo creativo de Sábados felices, que por ese entonces lo integraban Óscar Meléndez, el Topolino Zuluaga y Alfonso Lizarazo. Había un personaje de una película de James Bond como de dos metros y diez centímetros de alto que tenía los dientes de metal y una quijada generosa como la mía. De ahí se inspiraron para ponerme Mandíbula y en ese momento supe que mi nuevo "nombre" iba a pegar muy duro y que había hecho bien en no haberme operado para desplazarme la mordida. Al fin y al cabo, ser belfo nunca fue un problema de salud, sino de mera estética.

La operación para el prognatismo, como llaman los odontólogos a este mal menor, es terriblemente dolorosa. Lo duermen a uno, le rompen los huesos del maxilar inferior con una fresa, le desplazan la mordida hacia atrás, le ponen unos tornillos y le amarran con alambres o cauchos los dientes de arriba con los de abajo. Así se queda uno por un mes, por lo menos, y en ese tiempo no puede comer, ni hablar, solo tomar líquidos con pitillo y arriesgarse a una desnutrición. Como si fuera poco con todo eso, le toca a uno dormir sentado pues si llega a trasbocar corre el riesgo de ahogarse. Mucha vaina por la que no pienso pasar jamás.

Lo único que sí me ha tocado hacer es mandar a quebrar los espejos de donde me encuentro para no mirarme, pues no me voy a tragar el cuento ese de que el hombre entre más feo más hermoso. Al contrario, digo siempre: el hombre entre más feo, peor para él... Y peor si es belfo.