9 de julio de 2008

Cubriendo mi propio implante de pelo (última entrega)

Después de someterse a una operación y de una larga espera de 16 meses, el poeta Jotamario Arbeláez no recuperó el pelo perdido en su juventud. El tiempo se agotó y los resultados que esperaba el doctor Ernesto Andrade no llegaron. Nuestro cronista llega a una conclusión: "Me tomaron el pelo".

Por: jotamario arbeláez?fotografía: carlos vásquez © 2008

No pocas veces en la vida me han tomado

del pelo, como se dice. Me han dado gato por liebre. Fui por lana y resulté trasquilado. Sentí que me habían mamado gallo. Pero ninguna como esta. Iba a referenciar también que me hicieron quedar como un culo, pero ni eso, que era lo que hubiera querido, teniendo en cuenta las manos milagrosas de mi cirujano estético con los suculentos trastes de modelos que ha moldeado. Han pasado 16 meses, más del año que se me fijó como plazo —luego de una sangrienta intervención de implante de pelo cuyo registro fotográfico tipo calvario conmovió a los lectores— para que en la totuma donde albergo el cerebro pudiera apreciarse una floreciente pelambre.

La cámara que iba a dar cuenta del exuberante milagro choca contra la aridez del paisaje. Porque cuando mucho habrá doce o quince pelos nuevos en la testuz, atribuibles en principio al injerto de folículos pilosos provenientes de una franja rebanada del cuero cabelludo que recubre el occipital, realizado en la Clínica del Chicó el día de las brujas de 2006, como consta en los folios. Pero también es posible que algunas de estas hebras provengan de las pepas de Finasteride que he tragado en todo este plazo, del refriegue en la ducha de Pregaine champú y de los masajes fervientes con la posterior atomización de Regaine. Grageas y untos, estos últimos que solo pretendían reforzar el brote impetuoso de la greña reinjertada.

Nada por aquí, nada por acá

Calvo al garete, y aun no sé si voy a tener salvavidas para completar las entregas contratadas por SoHo para dar cuenta de la tan promocionada "operación melena". Esta es la cuarta, y si no sucede algo que nos salve —a médico y paciente— de esta hecatombe, me voy a ver obligado a tirar la gorra. Y declarar, con todo el respeto que me merece el doctor Ernesto Andrade, artífice de maravillas, repito, en otras partes del cuerpo igualmente exigentes pero más dóciles, que el experimento ha sido un fracaso. Para transigir en algo con la cirugía estética y con el apuesto galeno, digamos que la operación ha sido un éxito, pero que el paciente no dio la talla.

¿Primó la herencia genética?

¿Mis porosos alvéolos ya no estaban para nuevas semillas?

¿No tuve la suficiente fe?

¿Ni un solo cabello retoña sin la voluntad del Señor?

¿No supe guardar la compostura debida?

Como sospeché desde un principio que cada pelo recuperado iba a representar un polvo perdido (como cada pelo perdido habría obedecido a cada polvo emitido) por cuestiones de testosterona que no me corresponde explicar, me empeciné —desde que salté de la mesa— en seguir haciendo honor a ese donjuanismo de cabezapelada que no se priva de nada. A ese paso, dirá la clínica, ¿cómo podía el impaciente aspirar a un satisfactorio remelenamiento? Con este peregrino argumentar de abogado del diablo en favor de la ciencia, creo que lo que estoy es acabando de enredar las cosas, que al presente son lo único que se me enreda.



Ni pelo de tontos

No esperaba, de veras, recuperar la mata que en mi adolescencia me emparentó con Lex Barker —uno de los tarzanes del cine— o, para ser más modestos, con Tony Curtis o Elvis Presley, ídolos de mis años peludos. Me temo que habría resultado ridículo. Imagino los repelos y bromas y alias de los amigos al reencauchado modelo. Pero sí esperaba, contra toda resignación, que iba a surgir de la nada, ante toque tan soberano de tecnologías de punta, una empalizada de hebras algo tupida, que opacaría la brillantez de mi pela y me daría la apariencia de algún presentador noticioso metrosexual.

Nada de eso ha sucedido del todo. Con el agravante de que en una de mis escasas salidas a la calle me sorprendió la penúltima ex fan rebotada, quien me regaló los epigramas de Marcial, entre los que leí, subrayado: "No hay nada más feo en el mundo que un calvo con pelo". Y yo que ando con un puñado de ellos readquirido. Así se cuenten con los dedos de los dos puños.

Cuántos amigos que no tienen ni un pelo pero tampoco son tontos, artistas y escritores y quién sabe qué cantidad de desentejados lectores de esta revista, iban a hacer cola con sus ahorros para someterse al implante, tan pronto como vieran que el éxito capilar me subía a la cabeza. Pero apenas me ven, sobre todo sin pañoleta, devuelven sus ahorros a la alcancía. Mientras me ponen la mano sobre el hombro a la manera de pésame.

El arte de reírse de uno mismo

Según Charlot, el secreto para burlarse del mundo consiste en burlarse de sí mismo, para empezar. Así se contrarresta a quienes quieran contrajodernos. Lección que no echamos en saco roto ni Woody Allen ni yo, con ser que el humorista judío, quien fue calvo en su juventud, supera en precocidad mi alopecia.

Hubo ralos amigos que me retiraron el saludo cuando supieron que abandonaba el desierto de la calvicie para retornar a la lejana cofradía de los cabellones. No toleraban que un iconoclasta tan cotizado y testarudo se sometiera a una transfiguración de su personalidad —pues el cambio de físico altera de paso el carácter—, adoptando la efigie del enemigo. Lex Luthor nunca querría ser Supermán.

Mis hijos colegiales a lo que aspiraban —me explican Salomé y Salvador— era a que, en cambio de someterme a este parche, me calvara la pectoralia. Desde joven tuve una cruz de un crespo negro en el pecho que, como una bendición prolongada, iba del hombro izquierdo al derecho y del cogote tupido al monte Cupido. Pasó de moda, pero por entonces los compañeros del colegio, envidiosos, me exigían que les confesara cómo lo había logrado. "Untándome mierda de perro", les decía y me creían. Y yo después me burlaba cuando veía que las novias les hurtaban el cuerpo. ¿Estaré ahora pagando la pilatuna? Menos mal que, según las últimas noticias del universo cosmético, ese don estigmatizado vuelve a ponerse de moda. Así que, pechipeludo aunque cano, en vez de desistir del sombrero, lo que voy a hacer es a volver a desapuntarme los tres primeros botones de la camisa.



El éxito del fracaso

Un colega de varios frentes, el periodista francés Philippe Eliakim —quien, como corresponsal de guerra, veía cómo iban sucumbiendo sus pelos mientras su amada lo iba zafando, para escarnio o consuelo por otro más calvo que él—, escribió un libro malévolo titulado Elogio de los calvos (Styria, 2007), éxito editorial del año pasado y antepasado, donde aplica un epígrafe iraní que me cae del cielo como un consolador de bengala: "Cayeron mis cabellos, mas yo permanecí".

El pobre —que con la narración del fracaso se llenó de fama y de lana—, se paseó inútilmente por todos los métodos para evitar la exhibición en vida y sociedad de su coco liso. Lociones a base de Minoxidil aplicadas con rollitos de algodón; comprimidos de Finasteride que por poco le aflojan el palo y le sacan tetas; inyecciones por vía intramuscular de vitamina B5 con Cisteína, sustancia proteínica azufrada extraída de pelos de indigentes hindúes y de plumas de gallina, que terminaron por sacarle barba en las nalgas. Acudió a la mesoterapia: las mismas ampolletas aplicadas en ligeros pinchazos por la superficie del vértex —o parte superior craneana para nosotros los expertos—; pasó por el tratamiento con dihexapalmina trifósfora en el Instituto Capilomántico de Ranelagh; terminó como cualquier tío político por peinar los pelos de la retaguardia hacia la vanguardia barrida, luego por acudir al tradicional peluquín —ni habla del bisoñé—, para después tirarlo todo por el caño del libro y salir de pobre. Me hizo cagar a risotada limpia con el chispazo publicitario descubierto en un mercado de las pulgas por Jean Cocteau: "Si eres calvo, con esta loción podrás serlo indefinidamente". ¡Qué maravilla! Voy a comprarla. Mi amigo Alfredo Rey, en París, ya me la está consiguiendo. La conclusión piadosa del libro, tan temida, me hizo llorar a moco tendido: "Respecto a la cuestión de la calvicie, lamento tener que decirlo, los doctores hasta el momento continúan abandonados de la mano de Dios".



Mucho ruido y poca nuez

La apuesta de la revista era meridiana, y le daba todas las de ganar al especialista. Apuntaba hacia un éxito que acrecentaría el prestigio —y clientela— del cirujano. Se sometía al conejillo de Indias al proceso del quirófano estético. Y se le daba el plazo de más o menos un año, con cinco crónicas bien desplegadas, para que fuera contando y se fuera viendo en las fotos, el resultado patente de la intervención.

Se han publicado tres entregas, en las que el paciente ha tenido que hacer de tripas corazón, yéndose por las ramas en el artículo mientras se le desarrollaba el folículo. En las entrevistas de control el cirujano expresaba, ante un fotógrafo atónito, que la cosa iba divinamente, pero que había que darle tiempo al espectador.

En la revista se fueron poniendo mosca. Hasta que reventó el director. "Poeta, sus crónicas se me están convirtiendo en ruido. Mucha carreta y poco de pelambrera. Por más que en sus frases diga que la cosa progresa las fotos indican que el asunto nada que empieza. Pregúntele al cirujano qué pasó y saque usted sus propias conclusiones para que cambiemos de tema. ¿Qué le parece si se va al Tíbet, entre los monjes budistas, a cultivar su calva y de paso cubre la insurrección? La revista lo lleva en todo. Espero que se faje contando que regresa más calvo pero más sabio y pacifista, ya que en Occidente las mechas no pelecharon".

Acepto. El mundo está lleno de sorpresas. Quién quita que en las largas jornadas de meditación zen en medio de las protestas, y ante el posible satori que reciba del maestro perfecto a través de un profundo koan o de un garrotazo oportuno, se me activen los folículos pilosos y regrese a mi patria convertido en un instructor de sexismo tántrico, con una airosa y excitante melena lo más lejana del champú. ?

¡Exijo una explicación!

Entretanto, como exclama Condorito cada vez que pierde una y se va de cola: "¡Exijo una explicación!". Ante el mundo de la belleza el doctor Andrade es una eminencia. Y él mismo es una valla ambulante de lo que hace. Su clínica es un hervor de pacientes por componer. Pueden dar testimonio de su destreza todas las personas a las que les ha enderezado la vida con rellenarles una nalga o respingarles los senos o la nariz. Pero por lo que vemos con los calvos la cosa jabón varela. Y sospecho que no es este un fracaso de la Clínica del Chicó sino de la ciencia estética, por lanzarse a prometer imposibles. Es mejor que retiren del menú el ofrecimiento de reparar alopécicos. ¿Para qué arriesgar un prestigio tenazmente adquirido en la restauración de teteras y nalgatorios —y de casi todas las partes del amplio cuerpo—, con una promesa que nunca ha tenido cumplimiento posible? Sobre todo si, como dice una nota elogiosa de su trabajo, publicada hace unos meses en esta misma revista: "Dentro del gremio de cirujanos plásticos es el que más critica a falsos médicos que hacen barbaridades y van en detrimento del buen nombre de la cirugía plástica".

He leído los deslumbrantes elogios agradecidos que Eduardo Arias y Eduardo Escobar hacen de los doctores Ciro Garnica y Alejandro Rada Casab por sus exitosas cirugías plásticas, al uno dejándole una sonrisa que envidiaría Mona Lisa y al otro, una piel facial de nalga de colegiala. Igualmente expreso mi gratitud al doctor Andrade, a sabiendas de que no siempre se sale ganando. No recuperé el pelo, pero me hice a un amigo. Creo yo. No se merecería entonces este testimonio —más juguetón que reclamatorio y menos cruel que el de la cámara— con el que no es mi intención molestarlo. Tengo un compromiso con la revista y debo dar cuenta y fe de los resultados. Yo también opero con la palabra y debo dejar satisfechos a mis lectores. No me siento ni frustrado ni contrariado. Al contrario, menos mal que sigo siendo tal como figuro en mi nueva cédula. Sirvió el experimento para confirmarme que no hay remedio para los calvos. No digo ‘cura‘, porque la calvicie no es un mal, sino una prerrogativa. Si esto desde ahora lo asimilan los niños, cuando se les pregunte qué creen que van a ser cuando sean grandes, cada uno podrá responder orgullosamente: "Calvo".

Perder el pelo no significa perder la cabeza, como perder la cabeza no significa perder el pensar, ni perder el pensar significa perder la razón. Concluyo: contra la calvicie, whisky con soda. ¡Salud! Y no desperdiciar la oportunidad de contar el cuento. A ver si corremos con la suerte de Eliakim, y en vez de cundirnos de pelos nos tupimos de dólares. Que es lo que a mí, guardadas proporciones, me está pasando.

Posdata. El doctor tiene la palabra

Antes de despachar el artículo a la revista, pedí entrevistarme con el doctor Andrade para que validara o refutara mis apreciaciones y/o propusiera un plan B que lo deje con la frente en alto ante su sofisticada clientela. Así dispondríamos, para un cercano futuro, de una última crónica con final feliz. .

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