15 de diciembre de 2004

Arrastrando un pelo por siete restaurantes

Para medir un aspecto concreto de la atención al cliente, la editora política de Semana hizo el ejercicio periodístico de simular el incómodo episodio de encontrar un pelo en la comida.

Por: Lariza Pizano

Durante ocho días tuve que hacerles creer a meseros y administradores de siete restaurantes de Bogotá que me había salido un pelo en el plato. La idea era contrastar qué sucede en lugares diferentes, con distintos públicos, cuando ocurren cosas como estas. ¿Cómo reaccionan los meseros?, ¿y los administradores? ¿y los chefs? ¿Cómo se reivindican con sus clientes? Tomarle la temperatura al tema de la atención al público y ver qué camino toman cuando se presenta una situación incómoda.
El primer pelo lo boté encima de un crepe de ternera en Crepes & Waffles del parque de la 93. Y hacerlo no fue fácil. Así como tampoco encontrar quién me acompañara. Finalmente me llevé a Juliana, practicante de periodismo. Al igual que yo, no estaba muy convencida. "Juli, fresca. Cuando contemos este cuento todo el mundo va a saber que en Crepes nadie tuvo la culpa. Que fuimos nosotras las que lo hicimos". Aceptó.
El asunto era buscar el pelo. Si echaba uno mío, cualquiera se daría cuenta. Envolví en una hoja uno rojizo y largo. Nos subimos al carro. Y justo antes de llegar sonó en el radio una propaganda contra la trampa. Un tipo compra una hamburguesa y cuando va en la mitad le echa un pelo. El amigo le dice "no sea tramposo", y él le responde "queee, si usted no vio nada. No ve que así me sale gratis". La propaganda intimida. Pero nos autoconvencemos. No vamos a hacer conejo. Este es un ejercicio periodístico. Vamos a ver cómo atienden y punto.
Pedí algo donde el pelo se pudiera enrollar. El crepe de ternera tiene suficiente salsa. Cuando iba en la mitad, lo eché en el plato. Y mientras me daba un ataque de risa nerviosa, Juliana llamó a Esther, la mesera. "Señorita, le salió un pelo a mi amiga", dijo mientras hacía una forzada cara de rebote. "Qué pena, ¿se lo cambio?", dijo Esther con angustia. Por la cara de Esther empecé a sospechar que en estas cosas, las mujeres sienten más asco que los hombres.
Fue un buen comienzo. Sin preguntarle a nadie, por iniciativa propia, la mesera aplicó el mínimo principio de la atención al cliente en estas circunstancias. Cambiar el plato. Pero debíamos ir más allá. "No, ya no. Llámenos a la administradora", le pedimos en tono petulante. Y al minuto apareció. "Ay, qué pena con ustedes, ya me comentaron el incidente, ¿sería un pelito de la ternera?, ¿quieren que les cambie el plato o que les dé una bolita de helado?". Claramente no era un pelo de la ternera. El de nuestro plato medía 21 cm. Pero la cosa iba bien. Teníamos la opción del helado. "No. Tenemos rebote. Somos clientas de aquí, nunca nos había pasado. Se lo queremos comentar porque queremos llamar la atención para que no les vuelva a pasar". Pagamos. Sin decirnos nada, no nos cobraron el plato. Nos atendieron bien.
Me sentí macha para afrontar mi segunda salida. Esa noche fui con mi amigo Camacho a Balzac, en la Zona Rosa. Antes de salir de la casa le pedí a la empleada un pelo. Lo guardé con todo cuidado en una servilleta blanca, la enrollé y la eché en el bolsillo de la camisa. Ordenamos. Un cochinillo para él, un entrecote París para mí. Pero, preciso, cuando nos trajeron los platos apareció Leo Katz, quien tiene el don de la ubicuidad. Si hubiéramos estado en cualquiera de sus otros restaurantes, allí también habría estado Leo.
Dudé con este bendito pelo. Días antes me contaron que Leo había sentido un olor a pollo en el Pomeriggio y les había llamado la atención a los meseros. Pero nada que hacer, estábamos listos. Camacho se comió todo el cochinillo y enredó, muy al final, el pelo entre las vértebras. "Señor, me ha salido un pelo". Rafael, el mesero que nos había llevado la comida a la mesa, se llevó el plato corriendo. Casi no se le oye la voz. En ninguno de los otros sitios en que estuve vi un mesero tan pálido. "Llámenos al administrador", pedimos. "Señor, lamento mucho lo que pasó, ¿sería un pelo del cochinillo?", dijo sin saber si hacer un chiste o no. "Tranquilo, era para que supiera qué pasó y tenga más cuidado", protesté yo. "Claro, sí, señorita", musitó verde. Y pronto llegó una torta de chocolate. En Balzac comencé a ver que esa es una tendencia en todos los restaurantes donde el plato cuesta más de $12.000: así uno no lo pida, casi siempre le mandan un postre, preferiblemente de chocolate y con un número de cucharitas igual al de la cantidad de personas que hay en la mesa. También nos dieron un café gratis, para acompañar la torta. Pero, a diferencia de Crepes, nos cobraron el cochinillo. No sé si fue porque avisamos del pelo muy tarde, puede ser. Mientras Juliana dejó el Crepe a la mitad, Camacho raspó el plato, hay que decirlo. El mousse de chocolate con café estaba delicioso.
Al día siguiente almorcé en Circa, en la Zona G. Charles me llevó el pequeño tartar de atún que ordené. Otra vez la misma y asquerosa mentira. Allí hubo algo más de teatralidad.
"Charles, un pelo en el plato. Llámeme a la administradora", y tomé aire para proseguir con el libreto. "Señorita, me salió un pelo, es el colmo que esto le pase a uno en un sitio como Circa". "Permítame, vamos a averiguar qué pasó", dijo aterrada mientras levantaba el plato a toda velocidad. Y aunque nunca dio razón de lo que había pasado, de nuevo llegó un postre. Otro mousse de chocolate. "Es cortesía de la casa, por el error". Era lo mínimo. El mousse estaba buenísimo y el tartar, a diferencia de lo que nos pasó en Balzac, salió gratis.
Ya un poco asqueada, me fui para el hace poco inaugurado Salto del Ángel. Fui con mi mamá y con Camilo, el fotógrafo, quien llevó un asqueroso racimo de pelos que había conseguido en una peluquería.
-Mira lo que traigo -me dijo.
-Shhh, Camilo, se dan cuenta.
-¿Y el pelo?¿Usas uno de estos?
-No.
La solidaridad de las madres es infinita. Mi mamá se arrancó una de sus iluminaciones, y la enredó entre las lechugas de mi ensalada mediterránea. Y a repetir escena. Cara de rebote.
-Pelooooooo. Señor, llámeme al administrador.
Llegaron Edwin y Ulises, impecables. "Les pedimos disculpas. Es una lechuga que venía con un pelo de abastos. Somos muy estrictos con el aseo. El chef está muy apenado", dijeron. Tan apenado que al minuto nos mandó una Pasión de Baileys con tres cucharitas. El postre se estaba convirtiendo en una constante.
El Salto del Ángel y Tati‘s arepa rellena, a donde fui esa misma noche, fueron los dos únicos sitios en donde me justificaron por qué había aparecido un pelo en el plato. Aquí, porque las lechugas venían sucias. En el otro, porque el pelo venía de la fábrica. Fue confortable, el cliente siempre quiere una explicación.
En Tati‘s de la 85 con 15 tuve que hacer la peor escena: sacar el queso para meter el pelo en la arepa. "Señorita, la arepa tiene un pelo adentro". Y cuando vi la cara de Rosmery, la mesera-cajera, ratifiqué que las mujeres somos más impresionables. "Huuuuuy. Qué cosa tan horrible. Venga se la cambio. Es que como eso viene de fábrica nosotros no controlamos qué traen", dijo mirándome a los ojos y haciéndome ver que estaba identificada con mi asco. Pagué los $1.000 pesos que costó la arepa, pero me trajeron a toda velocidad una igual sin pelo. "Señorita, señorita, discúlpenos otra vez", dijo la mesera mientras yo salía del local. La atención no había dependido del precio.
De Tati‘s subí al Carnal, en la 82 con 12. No quería ver un plato más, era el último sitio que pensaba visitar. "Buenas, Eduardo, ¿me da un alambre de pollo?". Rarísimo. Se fue la luz.
-No le puedo vender gaseosa, porque no hay dispensador.
-Listo, una limonada.
-Pero toca de las que vienen hechas.
Con estos antecedentes, presentí que no me iba a ir tan bien como en los otros sitios. Y protesté. "Eduardo, un pelo en el alambre".
Me recibió el plato. No dijo nada, pero a los pocos minutos vi algo que no me había sucedido en ninguno de los otros sitios. Eduardo se estaba riendo con otros meseros. y yo que venía cargada de solidaridad de género de Tati‘s. Llegó el administrador.
-Siento lo del pelo, ¿le cambio el plato?
-No, gracias. Sólo que tengan más cuidado.
-Sí, señorita.
Al rato llegó otro mesero, trajo la cuenta. No tuve que pagar el alambre.
Iba en seis restaurantes. No completé los nueve, pero abandoné el estrés de tener que echar un pelo. Fui feliz a almorzar, sin asco, a Archie‘s, en el parque de la 93. Pedí una chef‘s salad. Y la vida, que es justa, me cobró las andanzas. Un pelo en la ensalada. Pagué el plato, pero me demoré horas convenciendo al mesero de que no quería una torta de chocolate.
Comprobé que en algunos sitios reaccionan con más cortesía que otros. No cobrar el plato, que suponía una reacción natural solo sucedió en dos sitios y no precisamente en los más caros. También me sorprendí. Antes pensaba que la atención al cliente dependía del precio de los platos. No fue así. En Tati‘s, donde la gente come por mil pesos, o en Crepes fue donde encontré las respuestas más amables. En donde definitivamente no me fue tan bien fue en Archie‘s, allí la aparición del pelo no estaba programada. Pero tampoco me quejo. En últimas, después del asqueroso suceso, me atendieron con consideración, al pelo.