15 de diciembre de 2004

Contra el pesebre

Por: Rodrigo Pardo

Supe que los pesebres eran peligrosos desde la primera vez que me acerqué a uno de ellos. Ocurrió en una inmensa y helada chimenea, en la casa de mis abuelos en Teusaquillo. Había uno misterioso, oscuro, con una extensión de bombillitos recubiertos de Pintuco rojo, y metí el dedo en el huequito del que faltaba. El electrocutazo me puso los pelos de punta. Que es lo mismo que me pasa cada vez que veo -desde entonces a prudente distancia- una de esas obras manuales que concentran el mayor número posible de maricaditas inútiles.
El accidente de Teusaquillo no bastó para que durante muchos años tuviera que participar en el extraño rito de armar el pesebre en la víspera de Navidad. Ir al monte a buscar lama verde y húmeda para ponerle piso al portal de Belén. Una contradicción, porque si el famoso lugar no quedaba en el desierto, ¿por qué los reyes magos llegaron en camello? Y si era un desierto arenoso, ¿por qué lo imitamos con musgo?
Lo de la lama se fue olvidando, por fortuna, no por absurda -que era el argumento válido- sino porque casi la acabamos y a la poca que queda la defiende el Ministerio del Medio Ambiente (que también se está extinguiendo: ahora es de vivienda y otras muchas cosas). Pero la sustitución de esa especie de pana natural no ha sido feliz. Fabrican unos papeles gruesos, negros y de difícil adhesión a las paredes, que nunca llega al día segundo de la Novena porque inevitablemente se cae encima del portal, los pueblecillos y los animalitos, y termina reproduciendo terribles catástrofes naturales en vez de la apacible escena del nacimiento.
Hace poco supe que la Navidad nunca tuvo lugar en circunstancias tan improbables como las que nos han tratado de vender y que la popular escena fue inventada por San Francisco de Asís, doce siglos después, producto de una mente nublada por sus prolongados ayunos de penitencia. Lo cierto es que los inefables patos de plástico azul y blanco sobre el ‘lago‘ de espejo siempre son más grandes que el Divino Niño y el establo, elevado en un altillo que este año, seguramente, permitirá un uso masivo del libro de 700 páginas que acaba de publicar Rafael Pardo sobre la historia de las guerras, tiene dimensiones tan descomunales que sería suficiente para darle cabida a pueblos enteros. De paso, no hay pesebre que se respete que no incluya la reproducción de una villa boyacense o nariñense, de las que se construyeron 2.000 años después del nacimiento y tienen como centro, de hecho, ¡una iglesia!
Y esto sin entrar en las innumerables preguntas que los pesebres siempre dejan sin respuesta. ¿Dónde dormían San José y la Virgen? ¿Dónde iban al baño los pastores? ¿Qué comían el buey y la mula? ¿Por qué no usaron la lana de las ovejas de los pastores para calentar al niño, en lugar de un buey y una mula? ¿Por qué las ovejas son amarillas, azules y rojas? ¿Por qué al niño Jesús no lo ponen en su cuna sino el 24, pero los reyes magos -que llegaron el 6 de enero- sí figuran desde el comienzo de la Novena?
Los reyes de Arabia son, sin duda, lo peor de todo. Los regalos que trajeron de Oriente son muy sospechosos. ¿Oro? ¿Incienso? ¿Mirra? ¿Quién se puede comer semejante cuento? Además se parecen a Bin Laden. Ninguno de los tres sobreviviría una requisa como las que hacen en los aeropuertos del mundo desde que comenzó la cruzada mundial antiterrorista.
De hecho, las amenazas de los pesebres son inagotables. Se sabe de incendios producidos por las velitas, y de niños con los dedos cortados por esas latas brillantes que se usan para simular ríos y estrellas fugaces. Si el rigor histórico no basta como argumento para prohibirlos, ni la defensa del buen gusto, deberíamos hacerlo al menos para proteger a los niños. Que el Código del Menor proscriba los pesebres y nos libere para siempre de todas sus desgracias. Amén.