28 de noviembre de 2012

Manual para envejecer con dignidad

¿Vale la pena hacer aeróbicos después de los 40?

A ritmo de música electrónica, Diego Trujillo trató de seguirles el paso a los instructores de aeróbicos que van los domingos al Parque Nacional.

Por: Diego Trujillo

Hay muy pocas actividades físicas que un hombre puede realizar después de los 40 con alguna dignidad, sin correr el riesgo de inspirar lástima o francamente hacer el ridículo. Excepto Pictionary, son aceptables todos los juegos de mesa y, para los más avezados, el tejo o el golf. Estos legendarios deportes tienen en común algunas características que le permiten al cuarentón ejercitarse sin hacer esfuerzos ni sacrificios inútiles y, sobre todo, sin hacer el oso.

Ninguno de los dos requiere el uso de prendas estrafalarias que solo les lucen a los adolescentes; sudaderas, bandanas, camisetas de manga sisa o calzones de licra. Nada que le obligue a exhibir la piel más allá del antebrazo o que pretenda disimular la inevitable barriga, que, al contrario de otros deportistas, para el jugador de tejo o de golf esta denota estatus y, por lo tanto, cultivarla y exhibirla son objetivos primordiales.

En esta medida, para la práctica de estos deportes se hace incluso imprescindible la ingesta de bebidas alcohólicas y de alimentos ricos en grasa a lo largo del juego. Después de los 40 ya no se trata de emprender rutinas de alto rendimiento porque uno vive rendido; se trata, sobre todo, de pasarla bien sin correr el riesgo de caer fulminado de un infarto. No concibo una actividad física a esta edad, después de tanto haberse uno jodido en la vida, sin un whisky o una pola, que en vez de empanaditas bogotanas o longaniza le toque a uno tomar bebidas hidratantes que saben a suero o tener que tragarse a las malas una barra insípida de granola y uvas pasas, para comprobar, después de horas de sudar como un caballo, que la llanta sigue campante en el mismo lugar.

Todo este preámbulo para tratar de explicar mi estado de shock cuando la revista SoHo me propuso participar en una sesión de aeróbicos en la ciclovía. Nunca, ni cuando tuve la edad para hacer deporte, se me ocurrió ni por un instante someterme a semejante vejamen. Los aeróbicos se inventaron para que las señoras de los altos ejecutivos pudieran contonearse frenéticas al ritmo de danzas impúdicas con el pretexto de hacer ejercicio. Embutidas en trusas de licra, bandanas de toalla, hilo dental fosforescente y cintura de nevera, bailan lambada y champeta sin tregua, sudan a mares y sonríen, confiadas en que muy pronto tendrán la cintura de Jane Fonda, figura emblemática de esta práctica apestosa en los ochenta. Pero supongo que con el paso de los años, la voluntad, entre otras cosas, también termina por reblandecerse y luego de una breve discusión con el editor de la revista acabé por aceptar el reto.

El punto de encuentro es en el Parque Nacional, uno de los múltiples escenarios dispuestos por la Alcaldía para la práctica masiva de esta especie de deporte. A medida que me voy acercando, muerto de la vergüenza, comienzo a oír los bramidos que profieren desde lo alto de una tarima los conductores de la sesión, dando instrucciones sobre los pasos a través de un micrófono, al ritmo de música electrónica. Para mi sorpresa, el lugar se encuentra atestado. No solo de mujeres como supuse. Sin darme cuenta, de repente me veo rodeado por una horda heterogénea de seres de difícil clasificación, que se mueven perfectamente acompasados a la voz de los líderes del evento y ostentan una personalidad inquebrantable, ataviados con pintas inverosímiles, de las que la licra es la reina. Desde luego soy incapaz de seguir un solo paso, mi arritmia es vergonzosa, a leguas se nota que soy principiante. Completamente paralizado, trato de descifrar sin suerte los movimientos de mis vecinos, que comienzan a sentirse incómodos con mi torpeza. Ruego que se acabe rápido este suplicio, que las niñas de SoHo tengan ya suficiente material para documentar el oso de mi vida. El ritmo va in crescendo. De pronto, por pura y física casualidad, logro conectar un par de movimientos y comienzo a dejarme llevar por la música. Como por arte de magia siento que encajo en el grupo. Mi vecino, un veterano sin duda mucho mayor que yo, se me queda mirando y sonríe. Pañoleta roja de harlista, camiseta esqueleto y un shortcito de jean deshilachado, muy ajustado. Súbitamente pierdo el ritmo, comienzo a buscar afanosamente a mis amigas de la revista para pedir auxilio mientras me muevo hacia la salida tratando de no tropezar con alguno de estos atletas. Completamente extenuado logro apartarme del grupo en busca de hidratación y descubro un puesto de fritanga estratégicamente ubicado a un costado de la pista, que en breves instantes será arrasado por la multitud sudorosa y hambrienta para justificar el desgaste.

A lo lejos, el señor de la pañoleta roja me sonríe de nuevo sin dejar de mover los hombros como Totó La Momposina. Salgo corriendo despavorido sin probar la fritanga antes de que le dé por acercarse a invitarme a la próxima maratón de aeróbicos de Cereté.

Dejo al lector en libertad para que saque sus propias conclusiones. Lo que es yo, no me vuelvo a someter a esta ignominia.

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