18 de agosto de 2004

Lo que nunca entendí del cine

Por: Ricardo Silva Romero

Por estos días de cine -uno cambia todo el tiempo- he llegado a aceptar que sobre todo me interesan las comedias. ¿Por qué? Porque uno igual entra a todas las películas con ganas de reírse. Y resulta menos vergonzoso reírse cuando la risa es el principal objetivo de los productores. Quiero decir que las superproducciones sin sentido del humor, relatos grandilocuentes que descubren verdades tan evidentes como "la fe que mueve montañas" o "la tierna inocencia de la niñez", tarde o temprano nos sirven para bromas. Y que nos dejan llenos de preguntas malintencionadas que no nos abandonarán hasta la muerte. O por lo menos hasta que tengamos algo más que hacer. Una novia. Un trabajo.
Revisemos el caso de La guerra de las galaxias: ¿cómo hace Darth Vader, el temible líder del lado oscuro, para hacer pipí?, ¿debe quitarse toda la armadura cuando va al baño?, ¿hemos notado que en la tercera entrega de la saga unos desparpajados ositos de peluche van por ahí gritando "chocha" como misóginos de ahora (no es mi culpa: alquilen ahora mismo El regreso del Jedi) y un hombre descubre que la única mujer de la que se ha enamorado es su hermana gemela? No soy un homófobo de esos, no, no creo que el homosexualismo sea nada del otro mundo. Pero mi teoría es que el llamado "lado oscuro" de la obra de George Lucas es, en verdad, el fantasma de la homosexualidad. Pensémoslo bien: ¿no andan siempre en parejas masculinas los villanos de la historia?, ¿no va el viejo Obi Wan detrás de un joven escotado que cruza las galaxias?, ¿no recorre la aventura una pareja formada por un robot amanerado y un androide cilíndrico?, ¿por qué respira agitadamente Darth Vader cuando pasa junto a muchachos de uniforme?
La trilogía de La guerra de las galaxias es, pues, la tragedia de un joven que se resiste a salir de un clóset interestelar. No me cabe la menor duda. Por algo se inspira en (ojo al título que viene) las locas aventuras de El señor de los anillos. Resulta innegable que la insana relación entre el héroe de la narración y su amigo incondicional ("señor Frodo, señor Frodo: soy tu Sam", gemía en la segunda entrega) solo se resolverá cuando desaparezca la tentación de poseer aquel anillo. No, no hay que haber estudiado en el exterior para tomar el atajo hasta la conclusión: la obra de J. R. R. Tolkien es, en verdad, una fábula ejemplar que les recuerda a ciertos jóvenes lampiños lo riesgoso que puede ser viajar por el mundo con otros jóvenes lampiños.
Pero no solo las epopeyas taquilleras han sido malinterpretadas. Pocos se han dado cuenta de que La novicia rebelde, en el fondo, narra la venganza de una sociedad escalofriante que se resiste a que los señores de apellidos añejos se casen con las empleadas del servicio. No soy un clasista de aquellos, no, no creo en jerarquías de ninguna clase. Pero ¿no es cierto que la familia Von Trapp debe huir de Viena después de que la novicia vengativa ha obligado a los siete hijos de su marido a vestirse con las cortinas tropicales de una habitación y a formar un grupo musical de pantalones cortos en la triste tradición de Menudo?, ¿no hay algo de cinismo en el "cuando Dios cierra una puerta abre una ventana" que pronuncia la madre superiora? Quiero decir: ¿en qué piso queda esa ventana?
Es evidente: mi problema es (y espero que esto no me aleje de este importante informe especial) que yo sí entiendo las películas. Yo sí me di cuenta de que The Matrix no es una tríada filosófica que pone en duda nuestro sentido de la realidad sino solo una típica alucinación de oficinista: ¿no es común oír las palabras "ojalá llegue una vieja forrada en cuero a mi cubículo y me pida que libere a la humanidad de su sueño" en boca de oscuros funcionarios que en la noche juegan PlayStation con la corbata desatada?, ¿qué más quisiera un trabajador de nueve a cinco, graduado de sistemas en una universidad de paso, que un día un negro gigantesco le enseñara técnicas de defensa personal y le ampliara gratis el obsoleto disco duro que carga en su cabeza?
No es este el caso, ya que hablamos de maestros, del pusilánime señor Miyagi de Karate Kid. Le hace creer a su discípulo indefenso que todos los favores que le ha pedido -encerar el suelo, brillar el carro, pintar la cerca- en realidad son sofisticados golpes de karate. No le preocupa la risa de la gente porque nadie se está riendo de él. No le afectan que lo llamen "negrero" porque no entiende el idioma. En fin. Se rumora que fueron editadas las partes en que el "maestro" de Okinawa obligaba a su "discípulo" a quitar los pelos de la ducha, planchar su sugerente ropa interior y (abro comillas) hacer una sopita que le quedaba deliciosa a mi mujer (cierro comillas) porque la junta clasificadora, con toda la razón, las consideró contrarias a las buenas costumbres.
Sí, es evidente que tengo otro problema: que, porque no paso un solo día sin ver una película, he dejado de entender los mecanismos de la vida. Quiero decir que todos los días lamento que no veamos el letrero "cinco meses después" cuando vivimos el peor año de nuestras vidas. Que siento mucho que perdamos tanto tiempo en el intento de regresar, de las ficciones, a esta cotidianidad que jamás llega a la sala de montaje. Sí, no habrá música de fondo ni créditos que bajen después de nuestra última escena. Y no debemos acercarnos a las demás personas como a actores que comparten el set de filmación con nosotros, porque corremos el riesgo de no aceptar, jamás, que no somos personajes de película. Yo ya he hecho mi parte: he comenzado por reconocer, en este texto, que sobre todo me interesan las comedias.

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