11 de mayo de 2005

Masajes para bajar de peso

Por: Carlos Benjumea

Me sometí a otro tratamiento para adelgazar. En un sitio en el que garantizan que uno lo logra sin píldoras, sin dieta, sin ejercicios, sin inyecciones, dietas de proteínas, de solo arroz, de hollejos de papa, de agua de piña, de agua de berenjena, sin masajes espirituales, sin ritos a nadie. que es lo usual en este tipo de desarreglos, pues la gordura es una pandemia mundial, que acarrea enfermedades como la diabetes, la hipertensión, daños coronarios y la peor de todas: el desamor, el no ser deseado sexualmente. Porque bueno es culantro, pero no tanto. Casi lo miran a uno más como un objeto de investigación que uno de deseo. Decía, pues, que la oferta era tentadora. Adelgazar sin mover un solo dedo. La acepté y me dirigí al consultorio en mención. Queda en el Centro Comercial Cedritos, en la calle 150 No. 32-06, en Bogotá, y se llama Adelgazamiento Térmico Ilcar Internacional. Abren de 8:00 de la mañana a 8:00 de la noche. Di un par de vueltas antes de encontrar el local 2097. Desde afuera se veía, a decir verdad, bastante pequeño y lo digo yo, que me precio de conocer sitios de estos.

Para envolver la humanidad de Benjumea fueron necesarias dos mujeres y varios metros de un plástico parecido al vinipel, el que sirve para preservar los alimentos. Luego le pusieron encima una cobija eléctrica y después una manta, todo para terminar en una especie de sauna personal..

He estado en algunos que parecen decorados como por Fernando Botero, que le recuerdan a uno la fatídica condición de ser gordo. Otros son más refinados y tienen en sus paredes réplicas de Rubens, a quien uno añora, pues el concepto de estético de esa época nos permitía a nosotros, los gordos, ser los reyes de la belleza. Pero no, este nuevo sitio es mucho más pequeño que todos los que he visitado, es un localito de 23 metros cuadrados -que son las medidas oficiales de las viviendas de interés social-, atendido diligentemente por una señora muy agradable y de nombre difícil, Ilmina, que al verme me hizo seguir y me fue diciendo de una en qué consistía el tratamiento. “Son doce sesiones, una diaria, para poderle garantizar el tratamiento. Le aplicamos un gel de adelgazamiento anticelulítico reafirmante, después lo cubrimos con papel osmótico, luego lo cobijamos con una manta eléctrica y, por último, le damos un masaje con rodillo vibrador. Cada sesión le rebaja un mes de grasa, así que si toma las doce sería un año de grasa que se va”. He probado de todo, así que por qué no un tratamiento más. No lo dudé. Pagué 120 mil pesos por bajar dos tallas sin hacer nada. Advierto que yo con una me conformaba de lejos. Inicié el consabido striptease, quedándome solo en calzoncillos. Confieso que creo que ya perdí el recato. Entre las consultas por gordura y las entradas a los baños públicos en los que hay siempre unas señoras con trapero en mano que lo miran a uno con una morbosidad aciaga, con ojos vidriosos, no por el deseo sino por estar oliendo desinfectantes a toda hora. Bueno, el caso es que cuando ya estaba empeloto, la señora me invitó a sentarme sobre una especie de película plástica extendida en una de las seis camillas que tiene. Era bastante angosta y mis nalgas rebosaban a lado y lado como las cartucheras de cuero de las Harley-Davidson. El plástico se parecía a esos que hoy en día se usan para envolver la comida, ese que además tiene la cualidad de pegarse a ella sin dañarla, brindando gran protección. Vinipel, creo que se llama. Me senté y luego me acosté sobre él. Ella, la señora que me atendía, me aplicó el ingrediente secreto, el que me dejaría dos tallas menos sin tener que hacer nada de nada, el misterioso “gel reductor”. Luego, procedió a envolverme en el plástico y me puso una cobija eléctrica encima. ¿Cuánto tiempo estaría como lechona en San Pedro? “Por ser el primer día solo son 30 minutos y cada día vamos a ir aumentando hasta llegar a los 40 o más. Depende de su capacidad de aguante”. Y encima de la cobija me clavó otra manta. Al comienzo todo era dicha, pero la tal cobija calienta que da miedo y ahí comenzó mi preocupación, ya no por bajar de peso sino por estar soportando todo ese calor. No sé por qué, vino a mi memoria la figura de los perros calientes que dan vueltas a dos por hora en una hornilla. Llegué a pensar lo peor. La muerte por rostizamiento mientras suena Melodía Stereo por unos parlanticos. Cuando el tiempo llegó a su fin, cuando se cumplió la media hora pronosticada me sacaron de esa especie de sauna personal y me desenvolvieron. Recogí mi ropa, me vestí, me despedí con la promesa de vernos al otro día y me fui a casa rápidamente. Ya en mi morada, lo primero que hice fue entrar al baño, me empeloté de nuevo para ducharme y me miré al espejo. Quería comprobar si alguna parte de mi cuerpo se había quemado. No era para menos, con semejante temperatura que tuve que soportar. Como soy gordo, esa es la única manera de hacerlo, frente al espejo, pues de lo contrario no alcanzo. La verdad es que mi gordura no me deja ver los números de la báscula, ni mucho menos a mi mejor amigo, mi pana, mi compañero, que ahí permanecía, incólume, sin perturbarse y con esa figura desgarbada como El Quijote, me imagino, esperando solamente el día de mi muerte, porque creo que él ya murió. Es muy difícil describir todo lo que se piensa en estados como el anterior, con mi reflejo enfrente. No sé por qué, pero todo lo relaciono con la comida. Envuelto en esa manta caliente sentí que era como un tamal que es pura masa con una pequeña presa que indica la calidad del mismo y su origen culinario. Toda esta reflexión a mí no me ha servido para nada. Todos los sacrificios que uno hace para adelgazar son pocos. Cuando uno está comiendo desaforadamente o cuando no se mueve ni para alcanzar algo que está a dos pasos o cuando no encuentra ropa que le quede buena, no recapacita. Aunque por estos días, la revista de la American Medical Association publicó un estudio donde se afirma que las personas con sobrepeso viven más que quienes se desviven por guardar la línea. Debe ser uno de esos estudios parecidos a los que dicen que Colombia es uno de los países donde la gente vive feliz. Habrá que creerles. En una ocasión adelgacé como 50 kilos en seis meses con tratamiento siquiátrico (o sea a punta de carreta) y una dieta de esas de amor dormido, una alita de pollo al almuerzo. Eso sí, la alita sin cuero (me lamía el huesito). Por la noche, un pedazo de piña sin corazón, acompañada de un vaso de agua. En fin, seis meses así. Fue tortuoso, descorazonador. Adelgacé, no lo voy a negar, pero el día en que terminé, empecé a comer como loco, para saciar los deseos de alimento de todo el semestre anterior. Y así, de esa extraña manera volví por mis fueros y me engordé. El efecto yoyó lo ocasionó la abstinencia. Por eso, dejar de comer no es un buen método para perder peso. De esto hace ya quince años. Tal vez esa fue la razón por la que acepté probar este “método de fácil adelgazamiento”. Fui doce días juicioso. Cumplí conmigo y con la señora, para quien parecía un verdadero reto tenerme entre sus clientes. Al final, después de visitar por más de una semana ese localito de un centro comercial del norte de Bogotá, de ir a mi casa a ducharme y enfrentarme al espejo, logré reducir mi cintura cuatro centímetros. Pero en un cuerpo como el mío eso ni se nota. Sin embargo, me tocó echar mano de aguja e hilo. Algunas personas fueron testigos de la caída de mis pantalones. Todo un triunfo. Entre la risa burlona de estos y mi recato, me despedí de la señora Ilmina, que me aplicaba con paciencia el gel reductor, y de aquel sitio, seguro de que algún día volveré, cuando me dé por adelgazar por enésima vez. La verdad era que me relajaba y me divertía en cada sesión y hoy puedo decir que estoy cuatro centímetros más cerca del cielo.