24 de junio de 2010

Humor

Memorias de un padre desesperado

Un hijo es la alegría del hogar; dos son una fiesta, pero tres pueden ser un infierno. Desde ese cálido lugar el autor envía esta postal para celebrar el Día del Padre.

Por: Marcelo Birmajer
| Foto: Marcelo Birmajer

El título de esta nota tiene algo de falso. Tal vez el padre de un hijo pudiera escribir unas memorias. Quizás el padre de dos hijos, con algunos olvidos. Pero un padre de tres hijos, como es mi caso, ya ha perdido la memoria por completo. Cada neurona ha sido castigada por un llanto; cada recuerdo borrado por la falta de sueño; cada intento de reflexión anulado por un golpe en la puerta del baño. No escribiré mis memorias, entonces, sino que expresaré mi desesperación: soy un amnésico con imaginación, puedo recordar cómo fui olvidando todo…


I. Comer con los niños

Alguna vez escribí (lo sé porque lo publiqué en un libro, no porque lo recuerde) que los niños no lloran porque quieran comer: los niños lloran cuando sus padres quieren comer, para impedírselo. El objetivo central de un niño en un almuerzo no es comer, sino impedir que su padre almuerce.

Tu hijo, por ejemplo, nunca ha probado una verdura en su vida. Lo has intentado todo: esculpir la coliflor hasta darle la forma de un Pato Donald, ponerles brillantina a los tomates, invitar a Popeye a comer espinacas en tu mesa; pero no hay caso: los niños y las verduras son incompatibles. Te resignas y lo llevas al local de comida chatarra. Estos locales, en los últimos años, aparte de las sustancias que habitualmente sirven a los niños, también sumaron comestibles. Entonces los adultos pueden pedirse algo mientras los niños se comen los juguetes que vienen en las cajas y juegan con los sucedáneos de carne. Te pides la única ensalada. Se trata de un manojo de lechuga repartida en un recipiente de masa de cucurucho. No has llevado aún el primer bocado a tu boca cuando descubres que tu hijo, espontáneamente, ha desarrollado un repentino gusto por la lechuga. Él quiere tu lechuga.

¿Has intentado alguna vez beber un vaso de agua delante de tu hijo? Eres como un caballo que, a punto de inclinar tu cabeza sobre el abrevadero, recibe una tirada de riendas: "Papá, ¿me das agua?". Nunca ha bebido agua: los niños son como los camellos; excepto por las gaseosas, pueden llegar hasta los 15 años sin beber agua. Salvo que tú estés a punto de beber un sorbo luego de un día de trabajo en el desierto.
Pero el súbito deseo de los niños por los comestibles y bebestibles que habitualmente reprueban no se limita a su ingestión. Los niños también desarrollan un inmediato talento artístico en la mesa familiar: les gusta buscar tonalidades en el color de las salsas, aguándolas, volcando sus vasos sobre tu plato recién servido. O probar nuevas recetas, escupiendo un bocado de una papa frita que no les ha gustado sobre tu único trozo de pescado a la plancha.

Entre las múltiples fórmulas para adelgazar, nunca he escuchado ni leído la única que realmente funciona: almorzar o cenar con tus hijos. Es el modo más seguro de no probar bocado. ¿Te tienta un chocolate? Intenta comerlo delante de tus hijos. ¿No puedes vivir sin ese plato de pastas? Invita a tus hijos a compartirlo. En una semana habrás adelgazado más que con cualquier ejercicio, pastilla o dieta.

Los temas de conversación de los niños a la hora de comer se reducen a un par de tópicos esperables e inesperados; y tanto sonoros como gestuales. Los esperables, sonoros y gestuales son los puñetazos y tirones de pelos, entre insultos y llantos, con la hermana o hermano, por la pata de pollo sobrante que algún adulto desprevenido ha dejado en su plato. Lo más habitual es que la pata de pollo acabe enredada entre los cordones de la zapatilla del vencedor. Los inesperados son las exposiciones teóricas que los niños eligen para desarrollar en la mesa familiar: preguntas acerca de temas escatológicos. Todos los conceptos y palabras que se oponen a la estimulación del apetito serán recitados por los niños mientras comen imperturbables. Nuestro estómago se ha cerrado, nuestra comida se enfría, pero el niño quiere más. Es inútil esperar que se lave las manos, o que aguarde un segundo luego de que sació su hambre: se levantará cual veloz Pókemon, desengrasará sus manos en las cortinas o en el apunte impreso del padre y correrá a continuar con el juego de PlayStation que tuvimos que rogarle que dejara para venir a comer.

Solemos escandalizarnos frente a aquellos animales que se comen a sus crías. El canal de cable dedicado a la vida salvaje brinda todo tipo de explicaciones al respecto, pero yo creo que con el tiempo finalmente descubrirán la verdad: lo hacen porque es el único modo de comer algo luego de haberse convertido en padres.

II. Comienzan las clases

Recuerdo mi pensamiento el día en que rendí la última materia de mi colegio secundario: "Gracias a Dios nunca más tendré que pasar por esto". ¿Quién me iba a decir que solo 20 años más tarde tendría que levantarme temprano refunfuñando contra mi destino por tener que hacerme cargo de tres niños en edad escolar? Es cierto que aún en estas difíciles circunstancias continúo alegrándome de ya no estar en la necesidad de contestar preguntas acerca del peso específico de los objetos y las raíces cuadradas, conocimientos que al día de hoy no he logrado adquirir.

El interés cada vez mayor de los docentes por el hecho de que los padres nos compenetremos con las actividades escolares de nuestros hijos nos ha convertido en una suerte de alumnos rezagados. Porque, tarde o temprano, nuestros hijos, mal que bien, logran superar las matemáticas, la geografía y la lengua; pero los padres nunca aprenden a ser padres.

En las reuniones escolares de padres suele haber roles muy bien demarcados. Están quienes pretenden que la escuela brinde una educación de primer nivel y que se incorporen, en los primeros grados, materias como la fusión atómica y los viajes interestelares. Que se les enseñe alquimia e ingeniería genética. Yo suelo permanecer en silencio: mi único interés es que me los devuelvan cansados. Tomando en cuenta que los padres debemos ayudar a nuestros hijos con las tareas que traen a casa, prefiero que no incluyan entre los deberes la clonación de una hormiga o la confección casera de un tomógrafo, ya que son habilidades para las que me encuentro negado.

Ciertos padres parecen saber cómo lograr que sus hijos permanezcan callados en clase y otros cómo lograr la integración entre todos los niños del aula. Pero lo curioso es que son los mismos que no paran de hablar a lo largo de toda la reunión y los que terminan insultando a los maestros, respectivamente. Mi opinión es que los niños se aburren en el aula, y también en la casa, hagan lo que hagan, y que los maestros son héroes a quienes debemos agradecerles que se los soporten. El solo hecho de que un adulto acepte enfrentar un pelotón de 30 niños sin más armas que una tiza y un pizarrón —sin televisión, sin videojuegos ni payasos— debería valerle la nominación al Premio Nobel de la Paz. Por supuesto, como dije, callo estas opiniones, no sea cosa que algún padre quiera ponerme en penitencia o enseñarme algún método de integración. La verdad es que, cada vez que voy a una reunión de padres, vuelvo a sentirme un niño camino a la escuela. Sé que otra vez me voy a aburrir, que hablarán de cosas que no me importan, y que estaré esperando que suene el timbre para salir al recreo. Cuando finalmente la reunión termina, regreso a mi estudio y a mi trabajo como si se tratara de las vacaciones. Mis hijos ya saben leer, restar, sumar, dividir y multiplicar. Saben la diferencia entre el río y el mar, entre la Tierra y la Luna, y entre la clase y el recreo. Es mucho más de lo que yo he llegado a entender a lo largo de mi vida.

III. Tu hijo cumple años

Cuando los hijos festejan un cumpleaños, los padres cumplen dos, ya que deben ocuparse de la celebración, y eso envejece.

Primero llegan los invitados con problemas de conducta, de los que los respectivos padres quieren deshacerse primero. Llegan con una hora, dos o hasta con un día de anticipación. El padre del chico que ha quemado el aula viaja repentinamente a Tailandia, y para que su hijo no se pierda el cumpleaños te lo deja a dormir desde el día anterior. Los demás tienen problemas menores: una niña gusta de comer la madera de las mesas, otro no puede despegarse de su mascota, un perro feroz, y un tercero habla solamente en mandarín. Los padres del cumpleañero deben velar por la seguridad de todos. Los 20 o 30 niños que participan en el cumpleaños solo sienten predilección por los lugares prohibidos de la casa: el baño privado, el lavadero con sustancias tóxicas y la escalera mortal.

Los animadores, los dos jóvenes actores frustrados y con problemas familiares a los que se ha contratado para que alegren la fiesta, llegan tarde, si es que llegan.

Una niña vuelca la gaseosa sobre los cuadernos imprescindibles del cumpleañero y un niño se limpia la boca con una camisa recién planchada. La fiesta aún no ha comenzado.

Por fin llegan los animadores. Son una pareja, en el sentido sentimental del término. No se sabe bien cuáles son los recursos que han preparado para entretener a los niños, pero es evidente que se han peleado unas horas antes de llegar al cumpleaños. El hombre, con una máscara del Pluto, le recrimina a la mujer, vestida como Minnie, la esposa del ratón Mickey, ciertos devaneos que supuestamente ha mantenido, en fecha reciente, con un denominado Tribilín, o Goofy. Los chicos no entienden las alusiones, no encuentran divertido el sketch y comienzan a burlarse de los animadores, de los padres del cumpleañero y cada uno de otro. Dos se trenzan a trompadas y pronto la casa se convierte en una taberna del viejo 0. Es preciso recurrir al botiquín, al agua oxigenada, y al valium para los padres.

De algún modo, se soplan las velitas y el cumpleaños termina en su sentido simbólico. Pero no fáctico. Se les debe pagar a los animadores por no haber divertido a nadie; incidentalmente, un niño ha roto la máscara de Pluto, de procedencia taiwanesa, y debe agregarse un extra, en dólares, para compensar la pérdida. Que se vayan los animadores —repentinamente reconciliados gracias a la experiencia de haber sobrevivido a la agresión de 30 niños o a la visión de los dólares, vaya uno a saber— no significa que también se esfumen los niños. Hay que mantenerlos acorralados hasta que lleguen los padres a buscarlos.

Paradójicamente, los padres de los primeros son los últimos en venir a buscarlos. Ya ha salido la primera estrella, y los tres delincuentes juveniles que asedian la casa aún no han sido retirados por sus progenitores. ¿Vendrán alguna vez dichos padres, o aprovecharán el cumpleaños para deshacerse de ellos para siempre?

Finalmente, un ama de llaves, un adolescente con un aro en la nariz y un chofer en una limusina llegan para retirar a los tres rezagados. El adolescente con el aro en la nariz no me transmite demasiada confianza, pero me muestra un permiso para trasladar al niño en barco, junto a su padre separado, hasta Tailandia. Ahora sí, el cumpleaños ha terminado, y yo tengo un siglo más.

IV. La lealtad de una mujer

Esta mañana dejé primero a mi hijo de 13 años en la escuela, pasé a buscar el auto, volví a casa, recogí a mi pequeña hija de 9 años, e intenté dejarla a su vez en la escuela. Como todos los padres dejamos a los niños a la misma hora, no hay lugar para estacionar el auto junto al cordón, de modo que lo detuve en doble fila, en plena calle, y todos los colectivos y taxis de Buenos Aires comenzaron a bocinarme e insultarme. Pero la pequeña no se apuró a ingresar al establecimiento: reclamó una golosina.

Cuando le supliqué que entrara a la escuela porque los taxistas y colectiveros me ejecutarían, replicó que prefería verme aplastado por las ruedas del transporte público antes que pasar el día sin su golosina. Deposité en su mano mi único billete, de un valor respetable, y le rogué que no dijera nada a su hermano.

Esta tarde, pocos minutos antes de comenzar a escribir este artículo, llamó mi hijo: amenazaba con quitarse el apellido; yo le había dado un billete a su hermana y a él no. Acto seguido, le pasó el teléfono a su madre y esposa mía: mi mujer me regañó por dejar en manos de mi hija un billete de tamaña numeración. La pequeña se había cariado las muelas con turrones blandos y arruinado el estómago con chocolates indigeribles. Pedí que me pasaran con la pequeña y única beneficiaria de todos mis males.

—Pícara —le dije con una risa—. Le contaste todo a todos.

—Eres malo —me dijo con toda seriedad—. No le diste dinero a mi hermano. Y además, dejaste que me comprara porquerías. Por suerte mamá me cuida.

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