14 de abril de 2005

Que no haya mimos

Quizá porque mi padre escribió La significación del silencio me siento perseguido por los mimos.

Por: Juan Villoro

No me refiero a los hombres eternamente atrapados en una caja invisible sobre el escenario, sino a los que te siguen en la calle para mostrar que en el mundo hay cosas ridículas pero ninguna superior a la manera en que caminas.

Los mimos de presa necesitan víctimas. Por desgracia, todos calificamos como malos caminantes. Ni la chica de Ipanema habría sido indultada por esos ávidos inventores de defectos. ¿Es legítimo que transformen un tramo de ciudad en pasarela donde todos fracasan como bípedos?
El tema de la postura corporal tiene una larga historia.

Aún no ha nacido la madre capaz de agotar sus días sin decir "ponte derecho". Por desgracia, el tiempo pasa sin corregir la tendencia a encorvarnos. El homo erectus decidió acercarse un poquito a las estrellas pero encontró cómodo estar mal parado.

No creo que haya aprendizaje que supere en disciplina al de una niña del Ballet Bolshoi. Se ha dicho que la danza es la expresión vertical de un deseo horizontal. Esta descripción sensualista
pasa por alto el dolor que significa tener esa postura. Cuando las bailarinas salen a dar las gracias, no ejecutan coreografía alguna y sin
embargo sus pisadas leves despliegan un movimiento excepcional que solo por falta de vocabulario llamamos "caminar".

A veces una bailarina se aleja demasiado del lago de los cisnes y se aproxima a la plaza donde un mimo ejerce de imitador.
Ni siquiera ese cuerpo martirizado para beneficiar con sus desplazamientos se libra de la burla.

Clint Eastwood ha perfeccionado la caminata del pistolero que sobrevive al duelo bajo el sol. Imagino su apostura ridiculizada por un hombre de zapatones ideales para aplastar sapos, pero sobre
todo imagino que se da la vuelta y vacía el cargador de su pistola.

¿Vale la pena concebir fantasías así de violentas? Quizá la indignación que me provocan los mimos transeúntes sería menor si no tuvieran su contrapartida en los hombres estatua. Igualmente mudos, los artistas de la inmovilidad asumen virtuosas poses incomodísimas.
Sospecho que en una era primigenia los mimos pertenecían a la misma tribu y luego se dividieron. De un lado los nómadas, del otro los sedentarios; de uno los ladrones del movimiento ajeno, del otro los supresores del propio. Rivales míticos, se disputan las plazas de las ciudades y apelan a las cambiantes dosis que el mal y el bien depositan en el corazón de los hombres. A unos metros de distancia, rodeados del estruendo urbano, guardan versiones enemigas
del silencio. Dos búsquedas de significado establecen su contraste: para los mimos andarines la realidad es tan desastrosa que solo puede disfrutarse haciéndola aún peor; para los mimos inertes la realidad es un infinito proceso de perfección que debe cumplirse al precio de convertir los músculos en formas del dolor e inmovilizar la vejiga. Dos evangelios silenciosos predican verdades opuestas.

Admiro a las estatuas vivas y sobre todo a una del Che Guevara, que al recibir una moneda hace la V de la victoria en vistosa cámara lenta. Mi hija pensó que el gesto significaba "dos" y respondió con el número de sus años: "tres". La estatua sacó de su bolsillo de campaña un caramelo envuelto en papel dorado; luego se quedó como en un verso de Gorostiza, sitiada en su epidermis.

Nunca he hablado con una estatua humana porque su
prolongado suplicio supera a mi paciencia. Supongo que al hablar dicen sabias sentencias de tipo kung-fu, sin rebajarse a criticar a la
tribu que vive de imitar a una sílfide como si fuera un dromedario.

Con callada dignidad, pueblan las ciudades en señal de que hay próceres anónimos.
El poeta Antonio José Ponte me instruyó en el arte de caminar de los cubanos. Sin bamboleo no hay nada; andar significa tener ritmo, perfigurar el baile. No es casual que la primera película
sobre el twist se llamara en la isla Un bamboleo frenético, título que dio lugar a un libro de Virgilio Piñera.

Atravesaba la plaza de Coyoacán en compañía de otro amigo cubano cuando fuimos detectados por el burlón de cara blanca. Nos imitó a dúo, alternando el bamboleo de mi acompañante
con mi rigidez del altiplano. Me volví, con deseos de ser Clint Eastwood en tierra de coyotes; como no llevaba pistola, me limité a entregar una moneda imaginaria, creyendo que él
la aceptaría como parte del performance. "Odio el ruido, pero no el de las monedas", fue su aforismo neoliberal. Nos siguió hasta
la estatua del Che. A mi amigo cubano el guerrillero le despierta reacciones contradictorias. Vio la boina de las propinas y dejó caer unas monedas que, extrañamente, no hicieron ruido. Pensé que se trataba de rublos muy devaluados. Me acerqué a la boina y descubrí que eran monedas de fieltro. Mi amigo hace magia de mesa, con barajas y pequeños objetos. El dinero sigiloso formaba parte de su utilería.
Entonces sobrevino uno de esos instantes en que la
realidad demuestra que puede dividirse y hay modos opuestos de encararla. El mimo se burló de nuestras monedas falsas, cosechando carcajadas hasta el quiosco de la plaza. En tanto, el Che mostró que en la disputa por el mundo existe el arte por el arte: sin cobrar,
hizo la V de la victoria.