23 de octubre de 2002

Bonus Track

De los padres

Durante nuestra adolescencia, nuestros padres entran en una etapa confusa y complicada de su vida. Se dan cuenta de que se están haciendo viejos, les da por revisar todo lo vivido y se niegan a aceptarlo, se vuelven chochos, conflictivos, y hasta un poco lobos.

Por: Daniel Salazar

El verdadero problema de ser hijo es que, en un momento determinado, los padres envejecen y controlarlos se hace cada vez más complicado. Es un momento en que se vuelven sobreprotectores. En que comienzan a hablarnos mal, con dureza. Se vuelven orgullosos y no toleran que los contradigan en lo más mínimo. Sus pataletas se hacen cada vez más frecuentes. Les da por no dar permisos, por tomar decisiones irracionales e injustificadas para demostrar su poderío. Y dicen que no saben qué más hacer con nosotros, mientras somos nosotros quienes tenemos que aprender a manejarlos a ellos.

Porque cuando comenzamos a entrar en la adolescencia, los padres comienzan a cambiar drásticamente. Ven el mundo como un lugar hostil y peligroso. Asumen de entrada que nos hemos vuelto groseros e irreverentes, y comienzan a acusarnos de rebeldes como si realmente quisieran que lo fuéramos. Después de todas las peleas ?las cuales ellos siempre comienzan?, se quejan, no sin algo de melodrama, de que nosotros nos queremos mandar solos, que mientras vivamos en esta casa debemos hacer lo que ellos digan; y que cuando ellos se mueran nos arrepentiremos de no haber tenido en cuenta sus decisiones.

Se vuelven peleones, respondones. Nos ponen a los hijos en jaque con el cuento de que sienten que ya no hacen parte de nuestras vidas. Son cada vez más sensibles, y todo lo que les digamos se les puede convertir en problemas existenciales. Incluso, hay algunos a los que les entran unas ganas inmensas de dejarlo todo tirado para tener una vida de aventuras; y terminan siempre haciendo dieta, afeitándose el bigote, y yéndose de la casa para vivir en un apartamento pequeño con una costeña estrafalaria a la que aún no le han llegado los treinta. En resumidas cuentas, mientras se hacen cada vez más inmanejables, los padres comienzan a hacer evidente una crisis existencial que los hijos debemos tratar con madurez para no herir sus susceptibilidades y marcarlos de por vida.

Sí, eso es lo que pasa: que durante nuestra adolescencia, nuestros padres entran en una etapa confusa y complicada de su vida. Una etapa en que al darse cuenta de que se están haciendo viejos, les da por revisar todo lo vivido y se niegan a aceptarlo. Se vuelven ?chochos?, conflictivos, y hasta un poco lobos. Se quejan de que no los queremos, de que están solos en este mundo. Es una etapa confusa para ellos porque están pasando de ser jóvenes enamorados a viejos verdes y nos pelean a nosotros para ocultarlo.

Pobrecitos. Hay que entenderlos. No se dan cuenta de lo ridículos que se ven. Pero son cuestiones de la edad. Ya les pasará. Lo mejor por ahora es no prestarles atención. Entender el momento por el que están pasando y darles el cariño y la comprensión que necesitan. Si es necesario, incluso es mejor mantenerlos engañados. No decirles el lugar a donde realmente fuimos la noche anterior. Decirles que llegamos dos horas antes que la verdadera, y decir que, como siempre, tienen toda la razón en su decisiones ?así no las vayamos a cumplir?. Es mejor para ellos. La verdad no la entenderían, y sufrirían sin necesidad. Pero eso sí. A veces hay que tener mano dura y demostrarles quién es el que manda. Porque de lo contrario se malacostumbrarán y después será más difícil hacerlos entrar en razón.

Con un poco de paciencia, todo será mejor. La buena noticia es que los padres, tarde o temprano, superan esta etapa. Nosotros ya habremos dejado la adolescencia, y la incontinencia leve a ellos ya los habrá resignado. Poco a poco se convertirán en nuestros mejores amigos. Tal vez más tarde, cuando la demencia senil los haya relegado al simple papel decorativo de las fiestas familiares, se rían de ver a sus nietos, entre mentiras piadosas y menosprecios condescendientes, tratando de averiguar cómo controlarnos a nosotros, después de que hayamos enloquecido.

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