10 de noviembre de 2006

Cómo es ser pata é cumbia

Estoy completamente sobrio, son las tres de la mañana y camino por La Candelaria en Bogotá. No he podido conseguir un taxi por teléfono, así que me aventuro a caminar y tratar de pararlo fuera.

Por: Cristian Valencia
| Foto: Cristian Valencia

Estoy completamente sobrio, son las tres de la mañana y camino por La Candelaria en Bogotá. No he podido conseguir un taxi por teléfono, así que me aventuro a caminar y tratar de pararlo fuera. Si no se puede, seguro llegaré caminando, pienso. Viene uno, le pongo la mano y sigue derecho a pesar de estar desocupado. Inmediatamente recuerdo que tengo poliomielitis desde los ocho meses y que por eso cojeo; y que, además, me gusta llevar la camisa por fuera y el pelo un tanto desordenado. Y recuerdo también que un taxista me aconsejó un buen día que para conseguir un taxi en la calle me metiera la camisa por dentro, me peinara y me sentara en algún murito o una banca. Porque él me había parado a sabiendas de que estaba recogiendo un borracho.

—Pero como el trabajo está malo —dijo.

Para mí era raro oír eso. Porque antes llevaba un símbolo de mi cojera a la vista: un bastón. Y tampoco me paraban porque pensaban que estaba borracho y armado con un palo. No sé por qué, pero en esta ciudad, la cojera tiene algo que ver con la delincuencia. O es la manera como llevo mi cojera, al menos mi cojera. Un amigo me dice que debe ser porque tengo cara de autor intelectual. Ha de ser eso. Aunque no…Estando muy chiquito, en Medellín, con mi hermano entrábamos al Éxito de Colombia para ver carritos o leer revistas. En ese entonces yo llevaba un aparato ortopédico y, bueno, caminaba como un autómata por el mundo. Y al salir del Éxito un detective me paró, dizque para una requisa (aclaro que tendría a lo sumo siete años). Y cuando me puse contra la pared (aclaro también que desde entonces me han puesto contra la pared) el hombre exclamó:

—¡Huy! Este man se robó el almacén.

Y pese a mi indignación me tocó mostrarle el aparato ortopédico. A mi nunca me han creído cojo, pero sí un delincuente. He ganado cierto prestigio con los años: parece ser que los cojos delincuentes son menores de cuarenta. Y les voy a confesar algo. Todas las noches rezo para que el retrato hablado del ponebombas de turno no vaya a decir que: "Y era cojo, de la derecha", porque desde entonces se acabaría mi tranquilidad. No quiero imaginar la cantidad de raquetas que tendría que soportar cada diez o quince minutos, por cuenta de la seguridad nacional.

—¡Ajá!, con que cojo, ¿no? —podrán imaginar la cara del tombo mientras dice eso.

—Sí, señor agente, hace muchos años, es una larga historia…

—Qué larga historia ni qué nada. Camine para allá y se devuelve.

Y en ese momento comenzaría la novela del absurdo. Dos o tres o quince tombos discutiendo si el cojo en cuestión cojea de la izquierda o la derecha. Y creo que habría detenciones masivas de cojos. Que las reuniones de cojos estarían terminantemente prohibidas por ley. Y para nada valdría eso de cogito ergo sum ni habeas corpus.

Y a pesar de lo aparentemente exagerado de estos relatos, nada podría superar lo que me pasó hace menos de dos meses. Es decir, en 43 años no me había pasado.

Caminaba hacia una droguería. En la calle, sentado en un bolardo, un anciano miraba hacia mi dirección y algo hablaba. Yo no escuchaba porque estaba lejos aún. Supuse que el viejo hablaba con alguien detrás de mí, o que recordaba una canción o qué sé yo. Pero en la medida que me acercaba me daba cuenta de que el viejo no solo hablaba conmigo, sino que me insultaba y amenazaba con una botella.

—¡A remedar a su abuela, imbécil! —me gritaba, no propiamente con la palabra imbécil.

Le grité también, a menos de cuatro metros, que yo era un cojo real y que no lo estaba remedando.

—Ah sí —exclamó—, Será un actorcito de La Macarena, &%#*.

Y se me lanzó con la botella. Alcancé a entrar en la droguería, donde el mensajero, más bien gorilón, le impidió la entrada. Entonces comenzó la discusión más increíble del mundo. Primero me tocó demostrarle que era cojo. Y luego, el viejo, que definitivamente tenía ganas de joderme a mí, me dijo que él era más cojo que yo. Así que pude salir de la droguería dos horas después, cuando le demostré que, definitivamente, yo era más cojo. El hombre apenas tenía un esguince y se sentía señalado y observado por toda la sociedad.

Espero haber ilustrado en algo esto de ser cojo.