14 de abril de 2005

Que no timbren los testigos de Jehová

Por: Gonzalo Valderrama

Uno está felizmente dormido (o tristemente enguayabado) en su camita (o en la ajena), luego de un sábado frenético, acompañado por un cuerpo tibio de cualquier sexo (o la babosa mascota personal), con el televisor bien apagado y las cortinas cerradas para evitar el sol asesino de las mañanas dominicales...un pequeño Nirvana casero. De repente, suena el timbre o la aldaba ¡a las 8:00 a.m.! ¿Será una culebra, la ex suegra, el marido de la novia, los niños jugando rin-rin corre-corre, el cartero que llama dos veces? No... son ¡los Testigos de Jehová!, aquel ejército de seis millones de creyentes distribuidos de tres en tres por las puertas de 230 países para difundir la palabra de mi-señor-tu-dios... ¡y jodernos el día a los terrícolas de bien!

Aunque contestes por el citófono, aunque los atiendas por la mirilla, aunque entreabras mínimamente el portón, ellos se las arreglarán para atraparte con su magnetismo sin igual. Tres mujeres grises y anacrónicas, de largas y negras cabelleras retenidas con una hebilla de carey, gafas trifocales culo-de-botella-castalia, faldas kilométricas, sacos de gruesa lana y camisas victorianas apuntadas hasta la tráquea, tacones de baila‘ora de flamenco venida a menos... y la cara inequívoca de quien nunca ha tenido un buen polvo. No sé por qué nunca ponen a los hombres en estas y les dejan el chicharrón a las pobres muchachas.

No voy a meterme en los fangosos terrenos de la religiosidad, ni más faltaba. Cada quien hace de su culo un par de glúteos, reza el refrán; y cada cual cree en lo que le da la gana. De eso se tratan la libertad de cultos y la tal tolerancia. Si hay una iglesia maradoniana, ya ve, ¿por qué no puede haber un grupo de gente que adore a Yahvé? Todo está bien, siempre y cuando no me toquen la puerta en horas y días tan sacros. ¿Acaso no ven en el marco de mi puerta la efigie del Topo Giggio y mi leyenda de aquí ya tenemos nuestra religión, no insista?

Yo creo que la falla está en su sistema de mercadeo, muchachos. Un ejército de creyentes no se recluta a punta de timbre y abordajes de parque. Vivimos en un siglo de prisa y velocidad, y ya no hay tiempo para responder encuestas, ayudar con direcciones, congeniar con mimos, dialogar con falsos mudos; mucho menos para discutir en torno al fin de los tiempos con una desconocida desaliñada que nos quiere salvar del infierno en el que ya vivimos plácidamente. Yo no quiero saber qué significa el tercer versículo de la carta de San Pablo a los costarricenses. Yo lo que quiero es que Dios me revele el número ganador del baloto.

El mensaje divino hay que meterlo con técnicas de impacto. La revista La Atalaya penetraría fácilmente los hogares si le pusieran un crucigrama por dentro, una sección de chismes de sus miembros, bonos de descuento en los cementerios; pero, sobre todo, si le metieran empeño al arreglo de su fuerza de venta femenina. Hay que ponerlas sexys; y si no se dejan, pues contraten un equipo de modelos. Yo me convierto de una si una mañana de estas abro la puerta y me sale una rubia escotada que me salude con... ¡Hola, guapo! ¿Sabías que el Armagedón ya se acerca y que esta ciudad se vendrá abajo, como Sodoma y Gomorra? ¿Quieres salvarte conmigo? ¡Únete al club y te prometo que conocerás a muchas más como yo!

¡Cómo envidio a los que viven en edificios con administración o en conjuntos cerrados! Para ellos, los Testigos de Jehová son solo un mito con el que no han tenido que lidiar. Es uno el que se devana los sesos pensando en todo tipo de estrategias para evadirlos y hacer que este mundo fluya en paz y armonía, con todos los santos, Jesús y María.

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