5 de abril de 2004

6 Haberse subido en una montaña rusa

Fuera de los Urales, nunca oí hablar en mi juventud de este diabólico invento, ni siquiera cuando pasé un año en Miami (1949/50) en prevención de actos de violencia como los que vendrían a afectarnos dos años después.

Por: Carlos Lleras de la Fuente

¿Cuándo y cómo se atravesó, entonces, en mi vida y fui su víctima un día de locura y amor. filial? (aclaración indispensable para evitar confusiones con algún novelón del siglo XIX o de comienzos del XXI).
A mí me molestan, desde siempre, las alturas cuando carezco de algún tipo de protección, como por ejemplo la que me brinda el fuselaje del avión o una (que parecía sólida) construcción como el piso 107 de la Torre 1 del World Trade Center desde cuyo magnífico restaurante, Windows of the World, se veía toda Manhattan.
Por el contrario, el borde de las terrazas, los ventanales que van del techo al cielo raso, las escaleras del albañil, el punto desde donde se desploman las aguas en Iguazú y otros lugares semejantes, me dan un cierto vértigo y me hacen temblar las piernas.
¿Será algún trauma de juventud? No lo he descubierto, pues si bien nací en un segundo piso de un rascacielos santafereño de cuatro (1937), subí al Empire State y desde detrás de una reja sólida conocí Nueva York, y algo similar hice en París con la Torre Eiffel, no encaja ninguno de estos recuerdos en este extraño fenómeno que es una de las causas por las cuales nunca he vivido en pisos altos 'con vista', como dicen las señoras, me siento de espaldas a las ventanas, no volví a Monserrate y no voy a empinadas estaciones de esquí.
Pero, regresemos al fatal momento cuyos 20 años conmemoré el año pasado.
Había yo llevado a mis hijos a Disneylandia al comienzo de los años 70, con otros amigos, y gracias a la inmisericorde temperatura de julio y a los miles de personas que recorrían el parque, logré pasar de largo por una montaña rusa la cual, para hacer honor a su nombre, sí era una montaña artificial con tramos cubiertos y tramos descubiertos, por los cuales -a peligrosas velocidades- pasaba una locomotora halando varios carros de aterrados pasajeros.
Por cierto que hace dos meses, y aún me espeluzno al recordarlo, se zafó uno de los carros y hubo varios heridos.
Pero aun en aquella ocasión no corrí peligro alguno y a lo más alto que trepé fue al árbol de los Robinson Suizos.
Mi hija menor nació 14 años después de la tercera y en ese rapto paternal al cual me he referido, la llevé al mismo lugar en 1983 y, ¡oh sorpresa!, le llamó la atención el maldito aparato de tortura y a él fuimos a parar, después de una larga cola en cuyo camino menudeaban avisos poco tranquilizadores: "Si sufre del corazón, devuélvase"; "si tiene tensión alta, no siga"; "si tiene dudas, no pase". El ritmo de los avisos me hizo acordar de aquellas letanías de mi infancia: "Alma de Cristo, santifícame; cuerpo de Cristo, sálvame; sangre de Cristo, embriágame; agua del costado de Cristo, lávame", y silenciosamente las recité.
Mostrar valor ante los hijos era entonces esencial y me comporté como Rolando en Roncesvalles, sin tener el olifante para pedir socorro a Carlomagno, en ese caso mi mujer, quien no estaba con nosotros.
Fue una atroz experiencia a la cual logré sobrevivir sin yoga, gotas ni prismas, que es como afronta el primer mandatario las crisis. Pero, lo que es aún peor, es que desde mi última visita habían construido otra en la forma de un cohete espacial que a velocidades monstruosas y en medio de total oscuridad acabó de liquidarme ese fatídico día.
¿Consuelo? Sí, para todo lo hay: la bomba que nos pusieron en julio de 1952, el incendio de nuestra residencia el mismo año y las dos montañas rusas en aquella aciaga fecha de 1983 me dejaron preparado para afrontar con valentía la Colombia nueva, esa de los carteles y los narcoterroristas.