28 de febrero de 2012

Entretenimiento

Pretextos, mentiras, matemáticas, consejos y fútbol

El escritor Andrés Candela hace una catarsis de porqué pasó del fútbol a las letras en esta historia de colegio.

Por: Andrés Candela
Andrés Candela | Foto: Andrés Candela

El asunto de escribir ¾creo¾ que se lo debo a mi vivencia como colegial de malas calificaciones porque los argumentos, concisos, certeros, capaces de lavar el cerebro de mis padres siempre fueron mis disculpas y pretextos para no llevar las calificaciones; además, debo aclarar, mi imaginación tenía que esforzarse cada vez más con mentiras tan indudables que yo mismo me creyera, porque… ¿qué más podía hacer cuando tenía delante de mí una hermana en meteórica carrera de abogada y un primo que ya levitaba con sus libros de medicina? Sin contar que las reuniones familiares, día de la madre y todo lo que representara más de tres tíos juntos de la “Santa Inquisición académica” lo visualizaba como un nuevo motivo para evitar mi crucifixión familiar, una explicación de pocos detalles para evaporarme. La inspiración metafórica que desparramara mi prosa argumentista era nuevamente puesta aprueba porque algún evento de mayor índole me impedía estar presente; pero con mi sentimental discurso el agasajado no debía dudar de mis álgidas y sentidas disculpas, tampoco del dolor que afligía mi alma por no estar allí; la verdad… los acontecimientos evadidos carecían de una total importancia en la escala de mis inquebrantables valores personales donde sólo había un dios único e irrefutableque exigía mi absoluta presencia: ¡el fútbol!

Mi pasado no soportaría comparaciones con Ronaldo o Messi. ¡Eso se caería por su propio peso ante aquellos que me conocen! Sé que nunca fui un mago del balón, esa tampoco fue mi intención; lo mío era más de fuerza, velocidad, carácter y demostraciones de gallardía cuando se pisaba territorio enemigo buscando el cabezazo certero de un tiro de esquina; en fin, demostraciones del rol a cumplir por un central, un autentico número “2”. Además, verdugo decualquier delantero con ínfulas de bailarina terminaba comiendo tierra, porque bien aprendida tenía la milenaria oración del central y el volante de recuperación: si pasa el balón no pasa el jugador, pero nunca deben pasar los dos. Lo trágico de estos partidos es que aquel delantero postrado y humillado a mis pies en un entrenamiento o clase de educación física, siempre, sin excepción alguna, sabían más que yo de ese lenguaje que sigue siendo todo un misterio para mi minúscula existencia: ¡las matemáticas y todo lo que brote números! Y ellos tomaban venganza adoptando la jorobada posición de Cuasimodo en los exámenes de las “ciencias exactas”.

Había algo que yo sí sabía hacer muy bien en cualquier examen de matemáticas: ¡firmar la hoja! Luego, mi safari visual comenzaba a diestra y siniestra buscando la misericordia de aquellos que me reconocían como el líder que tiene todo salón de clases en la fila de atrás. Lamentablemente para los profesores aquel “líder” era un incitador de masas a la recocha, un atizador de burlas y para ellos sólo existía un adjetivo calificativo de desquite cuando tenían la oportunidad de desahogarse con mi papá: Señor, Andrés es el payaso de la clase, perdió cuatro materias, tiene el año en vilo y sólo demuestra interés por los idiomas y, en especial, por el fútbol.

Pero la confabulación del destino no terminaba con aquellos dos hombres que exorcizaban mis cualidades ¾defectos para ellos¾ resumiéndolos todos en la fatídica libreta de calificaciones. Al abandonar el salón, sin olvidar todas las promesas y suplicios que mi papá ofrecía a mi tutor académico, siempre nos encontrábamos con el único hombre capaz de reconocer en mí un verdadero espadachín: e lentrenador del equipo. Y, ahí, en ese instante de pocos segundos se fraguaba, ante mis ojos, mi mayor vergüenza…

¾ Candela, cambiaron la hora del partido para el domingo.

¾ Él no va ¾respondía enfáticamente mi papá sin aminorar su paso¾, perdió cuatro materias y las tiene que recuperar.

Al llegar a casa la nota más alta del monologo de futuros castigos era el mi mamá, mujer capaz de juzgar en minutos y sentenciar en segundos mis días venideros.

¾ Yo por eso nunca iré a una reunión de padres de familia, ¡qué vergüenza! Tiempo sobra para que me digan que Andrés es un payaso y que sólo le gusta el fútbol, pero espere y verá que suene el teléfono con uno de sus amigotes, ¡espere y verá!...

Mientras tanto, en mi alcoba, yo preparaba el ardid de argumentos que me permitieran estar presente en ese partido de fútbol tan imaginado y preparado a lo largo de la semana.

En la noche, cuando aquel hombre cabeza de familia, patrocinador de un vago que sólo respiraba fútbol y escribía poemas a escondidas de todos por una tonta timidez, era capaz de cambiar su tono de voz y dejarme sin argumentos ante lo incierto que se vislumbraba mi futuro acompañado de matices poco decorosos en caso de no llegar a terminar el bachillerato.

¾ El fútbol es una carrera muy corta, eso lo sabes de sobra. Hay que estudiar una carrera que verdaderamente te otorgue cierta calidad de vida ¾comenzaba él¾. Yo sé que te gusta escribir aunque no se lo digas a nadie, algunas cosas he visto, con mucho sentimiento pero con una ortografía que produce hasta miedo. Las cosas las tienes que hacer por iniciativa propia, jamás por los demás.

¡Ahí quedaba yo, ahí quedaba mi acorralada y muda verborrea capaz de engañar a todos los que se ufanaban de sabérselas todas! En ese diálogo quedaba la muestra de un hombre que sí conocía la vida ante la atrevida pubertad de un pendejo que se “creía” capaz de envolverlos a todos,¡yo! En seguida, para rematar el decoroso día, llegaba mi hermana y me dedicaba una canción de Miguel Mateos que, palabras más, palabras menos recuerdo que decía:¡Nene, nene!, ¿qué vas a hacer cuando seas grande? No sé si lo hacía por burlarse o por hacerme reír de mi realidad. El asunto es que el soñado y anhelado cartón de bachiller por fin llegaba a mis manos, mi karma había terminado, yo era, desde ese día en adelante, el único dueño de mi existencia, pero la vida no se queda con nada: en uno de esos prometedores partidos mi rodilla derecha giró al interior y mi pierna al exterior. El fútbol, lo que yo más quería me negaba sus mieles, pero me vislumbró mi verdadero destino.

Entré a la Universidad apoyándome en un par de feas muletas. El mundo universitario me abría sus puertas mientras sinuosas voces le hacían creer a mi papá que perdería su dinero conmigo, pero él y yo sabíamos que esto ya no era el colegio. La carga académica del primer semestre me dio tres vueltas en los primeros parciales y llegué a finales debiendo hasta la risa. No me doblegué, me entregué a esa lucha que poco a poco comencé a ganar en los siguientes semestres sin ningún problema; incluso, obtuve descuento en matricula por buen promedio, algo que jamás se imaginaron en la familia. La rodilla me la reconstruyeron (podría decirse que me la cambiaron por una bisagra), regresé a las canchas e incluso aprendí a “chupar banca”. Fuimos campeones en un torneo de periodistas deportivos en Medellín; el torneo de facultades se nos escapó por un pendejo que se comió un penalty apuntando a la biblioteca. Mi mamá, por su parte, cambió su actitud y no se cambiaba por nadie cuando algún profesor de la facultad le hablaba de mí, porque para esos días el cargo de mi papá ya le exigía viajar constantemente. En ese aspecto pienso que la vida no fue justa, él me aconsejó cuando estuve en el colegio y también refutó el destino en el que muchos de aquellos maquiavélicos profesores imaginaron para mí.

La vida, en este país, me puso en un momento dado en el rol de profesor. Dictaba mis clases siempre desde atrás, nunca permití trabajos hechos en computador, ¡todos escritos a mano!, porque no soy enemigo de encontrar la información en la Internet, es como una biblioteca mucho más grande, pero leer y copiar a mano es un proceso de memorización más fructífero que “copiar-pegar” directamente en la hoja de Word.

Apostaría mi melena diciendo que la maldición genética de los números también la ostenta mi pequeña hija, no sé cómo actuaré con ella cuando ese día llegue, pero cada día debe llegar con su afán; por el momento, me gustaría saber qué rumbo tomaron mis peores y más nefastas calificaciones del colegio, la mejor ¾hasta el sol de hoy¾, aquella que me dio el Maestro Fernando Savater comentando una de mis novelas, ¡calificación que estreché fuertemente contra mí para olvidar mi reconstruida rodilla!

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