17 de febrero de 2009

Autosuperación

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

Cuando éramos niños, todos dibujábamos. Nos dieron unos crayones, unas témperas y empezamos a pintar en hojas de cuaderno y de block, en pliegos, cuartos y octavos de cartulina y hasta en las paredes. La afición por pintar, rayar, dibujar, continúa con nosotros unos años, hasta que uno descubre que no sabe, que lo hace mal y hay otras personas que dominan el arte, las proporciones, las líneas, las curvas y además tienen talento.

Un día me encontraba en un hotel de provincia sin nada que hacer, salvo ver televisión o leer o escribir, y me puse a pintar el control del ventilador que estaba en la pared. Luego, cuando regresé a Bogotá, me fui a una Panamericana, o la Comercial Papelera, o un negocito que hay diagonal a la puerta de la Biblioteca Luis Ángel Arango, no me acuerdo, pero fui y me compré una cartuchera, una escuadrita, lápices HB, 2H, 1F y demás, sacapuntas, borrador. Me compré rapidógrafos baratos, 0.1, 0.2, y similares, en fin, todo el kit. Y ahora dibujo. He vuelto a ser un niño. Pinto mal, pésimo, soy terrible, pero me divierto, me divierto como enano. Llevo páginas y páginas tratando de capturar la forma de una jarra de vidrio que saco de los estantes de la cocina y pinto obsesivamente, tratando de saberla de memoria y poder pintarla cuando no la tenga enfrente. Es uno de los primeros ejercicios de un libro llamado Fundamentos de dibujo. Pero como no soy muy metódico, ya me olvidé del libro y he empezado a dibujar chanclas, vistas desde mi ventana, árboles, el culo de mi mujer mientras duerme… La calidad es ínfima, insisto, pero tengo una terapia ocupacional para cuando no fluyen los párrafos; o para celebrar que fluyen.

Pienso en mi papá, que cada día perfecciona, afina, ajusta y varía su receta de paella, después que durante toda la infancia, adolescencia y buena parte de la adultez mía y de mis hermanos se dedicó a hacer gumbias, que es como mi mamá, que en paz descanse, le decía a esos menjurjes sopudos y carnosos que quedaban con un invariable color rojizo y sabían a todo y a nada, y por lo general causaban indigestión. Ya lleva unos años, y entre la paella uno y la paella número cien, el viejo agarró cancha. También recuerdo una conversación con una pareja de amigos que decían "Si uno empieza a trotar ahora, en diez años tiene 45,46: todavía puede estar entero y lleva diez años trotando". Tienen razón. Si a uno no lo ha matado un carro, le ha caído una bala perdida o se lo ha llevado una enfermedad, es una década de hacerlo regularmente. Después de tanto tiempo, ya podría correr detrás de una buseta sin ahogarse. Si uno no es responsable, al menos puede ser terco. En diez años no me quedará grande pintar una pinche jarra.

La tendencia natural, o la más humana, es esperar a que llegue la jubilación para permitirse ese tipo de cosas. La palabra es ‘procrastinar‘, un anglicismo que significa el hábito de aplazar, dejar para mañana, que es equivalente a no hacer nada. Sin tener en cuenta que escritores como Chandler, músicos como Leonard Cohen y fotógrafos como Sebastião Salgado empezaron tarde, olvidamos que nunca es tarde para tener una afición o, siendo anglicistas, un hobby.

Vale huevo si al final vencen la pereza o la inconstancia. Hace unos años estuve en un curso de carpintería. No seguí, porque no tenía dónde montar un taller para trabajar y, como tengo rinitis alérgica, el polvo me volvía mierda. Igual, aunque de todo eso me quedó apenas un diplomita y media caja sin lijar que boté en el último trasteo, hace poco pude serruchar unas tablas de cama sin volarme un dedo. Cualquier cosa es ganancia.

En fin, ya saben la conclusión: "Tú puedes, nunca es tarde"… Cómprense por fin la guitarra eléctrica, inicien un jardín, métanse a karate... Ahora sí voy a sacar mi librito de autosuperación. Voy a salir vestido de blanco y descalzo en la portada. Tengo pensado mi nombre y todo: ya que existe Osho, voy a llamarme Onshe. No lo dudé un segundo: es mejor que Shiete, o Diesh.