10 de abril de 2006

Humor

Borrachera con el jefe

Por: Andrés Restrepo

Lo primero que debe decirse sobre la ancestral práctica de emborracharse con el jefe es que es la única rasca que le garantiza al usuario el camino al desastre. Mal que bien, todos recordamos jornadas de tragos con finales felices: borracheras con amigos que terminan en eternos ataques colectivos de risa o noches de licor donde un compañero de alcohol logra conocer, incluso en sentido bíblico ("conoció mujer", diría el profeta), a alguna desconocida que será su recuerdo glorioso hasta el fin de sus días. Pero nadie, nunca jamás, ha salido invicto de meterse una rasca monumental con el jefe: a nadie ascendieron por bailar lambada con la esposa del vicepresidente y a ningún empleado le subieron el sueldo por vomitarle los zapatos a un miembro de la junta directiva.

Cómo será de antiguo el asunto, que ya antes de Cristo la gente se emborrachaba con el jefe y mal le iba. Cuenta la Biblia que Noé se metió una jala de tres pisos con vino, terminó desnudo y fueron sus hijos los que tuvieron que cubrirlo. Y después dicen que uno se toma unos tragos y da espectáculo. En todo caso, como Noé era empleado de nómina de mi Dios (no como uno, que es outsourcing), y mi Dios es omnisciente, se dio cuenta de las gracias del subalterno, y aunque dada su omnipotencia hubiera podido volverlo lo que le diera la gana: arcángel, emperador del mundo o novio de Carolina Cruz, decidió descargar toda su furia llenándolo de trabajo. Y no se puso con pendejadas: "Espero el lunes a primera hora sobre mi escritorio: 1. Un arca. 2. Un macho y una hembra de cada especie. 3. Business Plan para sobrevivir encerrados a un diluvio de 40 días". Un teólogo insinuó que Dios también lo iba a poner a cuadrar la declaración de renta de semejante empresa, pero Noé habría amenazado con denunciarlo ante el Ministerio de Trabajo.

El alcohol exacerba toda esa maraña de relaciones cruzadas que tenemos con el jefe, la revuelve, la confunde y por último nos da la seguridad (seguridad maldita y que en mala hora nos llena de confianza en nosotros mismos) para expresar todo eso. Y entonces, a una cosa que funciona bien de lunes a viernes y de 8:00 a 6:00, se le meten cuatros bombas Molotov y un árabe fundamentalista.

Me dirán ustedes qué fin puede tener uno, vaso de ron en mano, corbata a manera de balaca en la cabeza, camisa por fuera después de bailar el trencito, sentándose con el jefe a tutearlo mientras le dispara sus ideas sobre el manejo de la compañía. "Yo sí te digo, Alberto, que lo que tienes que hacer es que entremos al mercado de China. Eso es así". Así, pontificando, llenándose la boca con frases vacías pero en tono de verdad profunda. Frases cuya impertinencia queda en evidencia cuando, sin fórmula de continuidad, el sujeto levanta el vaso mientras acompaña a grito herido la canción que acaba de empezar a sonar: Laaaaaaaa biiiiiiiikiiiiinaaaaaaa...Del mercado chino a La Bikina sin escalas.

Después del MBA renacido por el tequila, en el mismo empleado alicorado se encarnan, uno tras otro, un sabio filósofo que le da al jefe eternas lecciones de vida, un hombre valiente que le dice todas las verdades y un airado defensor de los desvalidos que decide reprocharle al superior jerárquico todas las injusticias de la empresa entre aguardientes. A cada hora el desastre se hace más profundo porque el empleado, cada vez más alegre, le habla más duro al jefe, más cerca, en forma más incoherente y le pasa más seguido el brazo por encima del hombro para rematarlo con sentidos abrazos espontáneos.

Coronar esta experiencia con todas las letras requiere, sin embargo, un broche de oro: algo que destruya la última brizna de respeto que podía quedar en esa relación jefe-subalterno y que asegure la humillación del personaje desde la mañana del lunes siguiente hasta la eternidad. Hay empresas donde se recuerdan por igual las utilidades del 2004 y la insultada que le metió Ospina, de contabilidad, al presidente, en junio de 1998.

Pero no hay que perder la esperanza. Siempre hay una forma de escapar al destino fatal de las borracheras con el jefe. Nada hay más democrático que un borracho, nada nos iguala más que perder la conciencia por el licor. Por eso, dele trago a su jefe, póngalo como una cuba, y ahí sí, cuando él quede tirado en una esquina abrazado sin esperanza a la copa de ron, siéntese a su lado y diga a los cuatro vientos: "Te lo dije, Alberto, hubiéramos exportado a China".

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