28 de noviembre de 2012

Experimentos

Cambio de pintas

Álvaro Castaño Castillo se le midió a vestirse como su nieto Juan Ruy Castaño; y él, a su vez, como su abuelo. Una comparación no solo de modas con el paso del tiempo sino de vestimentas apropiadas para cada edad. ¿Qué piensa cada uno de su nueva pinta?

Por: Fotografías: Alejandra Quintero. Álvaro Castaño Castillo y Juan Ruy Castaño
Cambio de pintas | Foto: Alejandra Quintero

Cambiando de pinta con mi nieto 

La gran diferencia entre mi adolescencia y la de mi nieto Juan Ruy Castaño Rueda, de 27 años de edad, consiste en que en mi generación usábamos pantalones cortos en el colegio, que dejaban al descubierto las piernas, y en la de Juan Ruy se ocultan cuidadosamente bajo los jeans. “La prenda que cambió la manera de vestir de un pueblo”.
¡Ah, mi adolescencia!, la viví en el Instituto de La Salle, vigilada por los reverendos hermanos cristianos, cuyas miradas celebraban como las seis mejores piernas, en su orden, las de Indalecio Liévano Aguirre, Álvaro Castaño Castillo y Álvaro Martín González. 
A juicio de los más autorizados conocedores, las de Indalecio eran demasiado blancas, tipo cuajada; mientras las de Castaño y Martín tenían un delicado tinte cobrizo muy gustador. En todo caso, mucho más gustador que las del ‘Feto’ Beltrán, entecas como las de Mahatma Gandhi, que parecían muslos de chirlobirlo. ¡Ah!, cómo se extasiaban sus reverencias ante estas piernas adolescentes y cuántos castigos soportamos Indalecio, Martín y yo a causa de que los religiosos querían verlas más de cerca y nos retenían en el colegio hasta pasadas las seis de la tarde porque buscaban una excusa sin que nosotros entendiéramos el motivo de la sanción. Estas eran nuestras desventuras dentro del claustro de La Salle, porque en las aceras de Santafé de Bogotá teníamos que batirnos ante las miradas de los famosos pederastas: un banquero de ojos azules, otro que tenía como nombre el apodo de un animal batracio y un apellido ilustre, y el más renombrado de todos, que siempre se evocaba mencionando sus dos apellidos. 
En la generación de mi nieto, las piernas no han tenido mayor figuración. Ya los jeans se han apoderado de las mujeres y los hombres de todos los países sin distingo de edades ni clase social. 
La publicidad ha dicho muchas tonterías y falacias para encarecer la importancia de los productos que promueve la radio, la televisión, la prensa escrita y cuanto medio circula entre nosotros. Pero hay que reconocer que dentro de tanta frase vana fue un acierto indudable la que dijo: “Los jeans, la prenda que cambió la manera de vestir de un pueblo”. Nada más cierto. 
En la revista Bocas presenté un articulillo, titulado “La publicidad que nunca acaba de pasar”. Pienso que en las frases de la publicidad subyace la verdad de las generaciones anteriores que se puede leer en expresiones como esta: “El vestido hace al caballero. B. Ramón Hernández hace el vestido”. 
El cambalache que ordenó SoHo entre mis prendas de vestir y las de mi nieto Juan Ruy Castaño tuvo la virtud de hacerme beber por unos minutos el elíxir de la juventud. 
Lo que más me impresionó de ese súbito intercambio de atuendos fue el gigantesco reloj de pulsera rojo que me cedió Juan Ruy, que parecía servir para cualquier cosa atrevida menos para marcar la hora, y la chaqueta de cuero que me hizo recordar la que usó Saint Exupéry cuando en pleno vuelo le advirtió a su novia, Consuelo Carrillo, que si no le daba un beso y se casaba con él, el avión seguiría descendiendo en picada. 
En cuanto a mis prendas trasladadas a mi nieto, me parece que no alteraron en nada la imagen que hace de Juan Ruy el más apuesto retoño de nuestro árbol genealógico.
Cambiando de pinta con mi abuelo
En el Tolima, cerca de Carmen de Apicalá, está el lugar en el que por primera vez monté a caballo, donde más tiempo aguanté la respiración bajo el agua, empecé a detestar entrañablemente a los mosquitos y conocí a mi abuelo. Tal vez por eso cuando pienso en él, ese hombre siempre impecable y bien vestido, no lo veo envuelto en paños europeos y foulard de seda; lo veo caminando por el campo tolimense, con la camisa abierta, buscando pájaros y con una hoja de naranjo en la nariz para no quemarse con el sol. 
“Alito”, como le decimos mi hermana y yo desde que no podíamos pronunciar “abuelito”, es de los últimos representantes de una generación en la que la elegancia y la cultura venían de la mano y fueron la voz de una época en la que se oía a Agustín Lara en las fiestas y era “cool” recitar a Apollinaire. Esto se hizo evidente cuando nos maquillaban para esta edición, mientras yo, sofocado con un foulard, me concentraba en coquetearle a Joha, la sexy maquilladora de SoHo; mi abuelo, en Dr. Marteens y camiseta… también. Pero él lo hacía recitando a Rubén Darío. Mi “juventud, divino tesoro”, no me sirvió de nada en esa apuesta y como podrán darse cuenta en las fotos, no importa cuántos esfuerzos ridículos, la elegancia no se imita. Descubrí que el sentado de media nalga sobre una mesa es, de hecho, muy incómodo y que no existe un producto que ajuicie mi pelo. Las más finas mieles o la mismísima baba de caracol no logran peinarme de para atrás por más de cinco minutos.
Me parece difícil escribir sobre la elegancia, para empezar, porque no termino de entender por qué hay cosas que son lo contrario. ¿Qué hace que alguien o algo, una vestimenta, un verso o un edificio sean faltos de garbo, ordinarios o simplones? Como ya todos hemos repetido, todo es una cuestión de gustos. Con un amigo arquitecto alguna vez llegamos a la conclusión de que la falta de estilo reposa principalmente en la falta de utilidad. Las cosas inútiles se ven bobas. Pero nos referíamos a columnas grecorromanas que no sostienen nada. Que las hay, las hay. Sin embargo, en cuanto a la manera de vestir, tengo pocas cosas claras. Sé que la corbata me aprieta el cuello, que mi abuelo casi se cae con mis botas y que necesito asistente para ponerme mancornas. También, que mi chaqueta de cuero no le quitó ni un poquito de sofisticación a él, ni a mí me la sumaron sus zapatos Church.  
La verdadera diferencia entre mi clóset y el de mi abuelo es que el suyo es un laberinto. No de marcas, nombres o telas, sino de historias. Una suerte de anecdotario que recalca una vida de casi un siglo y sirve como mapa de viajes, de lecturas, de conquistas y también como manual de etiqueta. Y por eso repito que la elegancia no se imita. Porque no se trata del foulard, del pañuelo en el bolsillo, de las mancornas de oro o el vaso de whisky con sonrisa perfecta que caracterizan al cachaco divinamente. Creo que la elegancia se trata, como su nombre lo indica, de saber elegir. De escoger bien las palabras, las personas y los gestos. Si bien estamos siempre sujetos a las épocas con sus modas, a las edades y a los abuelos, la elegancia se esconde en saber elegir el momento de quitarse la ropa y botarse al río.

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