10 de diciembre de 2003

Cementerio central

Por: Luis Fernando Charry

El carro se detiene en la entrada del Cementerio Central. Un vigilante se asoma por la puerta, que deja entreabierta mientras avanza hasta la ventana del conductor. Tras verificar los nombres en la hoja de autorización, las puertas blancas se abren. El carro se estaciona unos metros adelante. Apenas se apaga el motor, dos perros se levantan y vienen a revisar, no vaya a ser que esta noche ocurra algo extraño, algo como lo que ocurrió un mes atrás, cuando un tipo saltó el muro que da contra la 26 y se perdió dentro del cementerio con un perro que nunca pudieron encontrar. Ni al tipo ni al perro. Aquella noche, Muñeca -una perra negra y joven- no dejó de caminar por las calles del cementerio. En cambio Laica -una perra café y vieja- ladró al comienzo y luego se echó a dormir, que es lo que mejor sabe hacer. Aunque también sabe mear sobre las tumbas, sobre todo al amanecer, cuando el carro ya se dispone a abandonar el cementerio.

Se oyen ladrar los perros
Dentro del Mausoleo de los Militares hay una bicicleta, flores, unos 500 cuerpos, tal vez más. Eso dice el guía-escolta -por solicitud, los nombres reales se mantendrán en reserva-, que a partir de este momento se llamará Perdomo. Tiene 23 años, corte militar y muchas ganas de hablar. Su trayectoria como vigilante de cementerios se inició en el de Chapinero, donde alcanzó a estar cuatro meses, antes de que lo trasladaran al Cementerio Central. En realidad, Perdomo conoce bastante el asunto: su abuelo trabajó toda la vida como sepulturero en los cementerios de Gachalá y Gachetá. "Eso sí, no falta el compañero miedoso, porque este trabajo no es para todo el mundo", señala Perdomo, mientras un loquito cruza por la entrada del cementerio santiguándose en tiempo récord.
Luego, la caravana se aleja de los militares y se interna en la zona de los mortales: hay tumbas con un par de fechas, hay tumbas con balones de fútbol, hay tumbas dignas de figurar en la Antología de Spoon River (que es un libro sobre epitafios, es decir, un libro sobre muertos), y hay tumbas decididamente rayadas, casi ilegibles. Así, Perdomo abre una puerta que conduce a un altillo: la panorámica abarca cruces y sombras con el cielo al fondo. En este punto vieron por última vez al tipo con el perro.
En el recorrido por esta zona no hay nada extraño, salvo unas puertas abiertas que se sacuden con el viento y una veladora que arde en el interior de un mausoleo. Por lo demás, la noche transcurre en calma; todo lo contrario ocurre en el día, cuando el cementerio es visitado por centenares de personas, especialmente los lunes, que es el Día de las Almas.
Al regresar al Mausoleo de los Militares, Perdomo toma una bicicleta y se prepara para realizar una ronda de seguridad. Ahora aparece otro guía-escolta que lleva dos años aquí: nada de fantasmas, nada de ritos satánicos, nada de nada. "Las mujeres son las flores más bonitas -esta canción sale del transistor de Prieto-, que alegran la vida y también el corazón": eso es lo que oye Prieto, quien asegura que, en promedio, en el Cementerio Central se llevan a cabo diez entierros diarios.
Enseguida, la caravana se dispersa aunque Muñeca y Laica siguen echadas, al lado de la portería blanca. El blanco es el color del Cementerio Central: las oficinas y las puertas y los muros y el furgón son blancos. En la puerta trasera del furgón, que es un camión donde trasportan los restos que salen para la cremación, hay dos números telefónicos y un aviso que dice Cómo conduzco, en letras negras con fondo blanco; es un buen aviso.
En las carteleras, entre otras cosas, se lee:
-Ventas de esqueletos y partes óseas $47.100
-Transporte de restos humanos (por restos) $4.300
-Utilización servicio sanitario $400
Prieto dice que los estudiantes de medicina vienen a preguntar por esqueletos y cráneos. Prieto también recuerda el día en que Perdomo estaba revisando el furgón y se le vino encima una bolsa que no olía nada bien. Prieto dice que el servicio de sanitario, a estas alturas de la noche, está fuera de servicio.

Tumbas de la gloria
A la hora de arribar a la parte histórica -ahí reposan ex presidentes, ex próceres, ex ideólogos-, Perdomo recuerda que hace una semana hubo otra visita nocturna: Sergio Cabrera estuvo filmando unas escenas para Perder es cuestión de método, la película basada en el libro homónimo de Santiago Gamboa. Para Gamboa, no solo es el cementerio emblemático de la ciudad sino también el lugar (Avenida de los Presidentes, más exactamente) donde se encuentra el mausoleo de la familia, algo que no deja de parecerle gracioso: "Corresponde a una época pasada en que la familia era rica, antes de que una tía les dejara todo a los jesuitas. Lo único que la tía le dejó a la familia fue el mausoleo. Es decir, que solo tenemos dónde caernos muertos".
Ahora, la caravana avanza en compañía de Prado, el tercer guía-escolta (Perdomo hace guardia afuera) en una noche común y corriente.
Desde esta perspectiva -una malla de protección, máquinas retroexcavadoras, construcciones a lado y lado- el histórico tiene un carácter quizá un poco gótico, al mejor estilo de Batman en la versión de Tim Burton. Según Prado, la remodelación terminará a finales de marzo de 2004.
La caravana, entonces, se pierde en la oscuridad y Prado recuerda que hace unos meses tuvo un susto: "Estaba en la portería cuando escuché como a unos niños llorando. Comencé a caminar y los gritos se iban haciendo más fuertes. Al final, encontré dos gaticos haciendo el amor". A los gatos, también, les gusta venir a matar palomas; las palomas se cuadran en la parte alta de los párvulos -una zona de columnas que rodea buena parte del histórico-, que es donde entierran a los niños.
Por el camino -hay una llovizna que no se concreta- van quedando las tumbas de Francisco de Paula Santander, de Carlos Pizarro, de otros. Algunos bustos, una capilla en medio de los árboles y, arriba, Monserrate iluminado.
A la salida, Prado se despide de Perdomo. Dentro de poco, el carro abandonará el Cementerio Central.
Ante el Mausoleo de los Militares, Perdomo enciende un cigarrillo y saluda a Pitufo, un tipo al que le pagan por mantener las canecas con agua. En una hora, el Cementerio Central abrirá las puertas.
Esta vez no ocurrió nada del otro mundo.