10 de noviembre de 2003

Cómo es vivir en Kabul

Por: Kastytis Kaleda

Después de la intervención militar llegué a Afganistán como consultor de Naciones Unidas, con una agencia que se llama UNFPA (United Nation Fund For Population Activities). Nuestra tarea era adelantar las gestiones de reconstrucción y ayuda humanitaria para ese país.
Mi arribo fue inmediato. Desembarqué en el segundo vuelo que llegó a Kabul, la capital, y mi prioridad era brindar asistencia en el área de salud reproductiva. Como bien se sabe, para el régimen talibán las mujeres no significaban mucho, por lo tanto el índice de mortalidad materna era uno de los más altos en el mundo. Después de Sierra Leona, Afganistán era el país donde más mujeres morían al dar a luz: 1.700 por cada cien mil bebés nacidos. El poco valor de la vida de una mujer, digamos que, de lejos, fue lo que más me impresionó. Ellas son objetos tan importantes para el desarrollo del país como lo puede ser una piedra.
Mi aventura comenzó el mismo día en que toqué suelo afgano. Desde la primera semana fue una locura: me tocó establecer las oficinas, entrevistar al personal local, comprar los equipos médicos en otros países y llevarlos hasta allá, adquirir muebles, organizar una red satelital par celulares. En total me llevó dos meses hacerlo porque en Kabul no se consigue nada. Y nada es nada. Eso sí, suceden cosas muy similares a las que pasan en Colombia: las calles están repletas de gamines; en Jilalabad, la vía que lleva a Pakistán, se practica la pesca milagrosa, los atentados a carros gubernamentales y los atracos.
Al principio los hombres me miraban muy mal por andar con camisas de manga corta y no llevar barba. Ellos van cubiertos de una cantidad de "ruanas" y turbantes y entre más largas son sus barbas más respeto merecen (algo increíble, sobre todo en verano). Hay cuatro estaciones pero el invierno y el verano son muy marcados, con temperaturas extremas. De resto son muy pacíficos y amables y se desviven cuando uno les hace una visita. Hacen cualquier cosa con tal de que uno esté bien atendido. Eso sí, todo gira en torno al ritual del té. Es la base de todo y para todo. Se bebe a todas horas y ameniza las conversaciones más tontas así como las más trascendentales.
Los ritos matrimoniales son los que más me han sorprendido. Gastan una fortuna en decorar los carros en donde van los novios y en mandar a hacer un video con todo el desplazamiento de la novia al lugar de la ceremonia. Los carros los llenan de tantas cintas de colores y flores de mentiras que prácticamente el chofer no puede ver, y como andan tan rápido a menudo se estrellan.
Otra grata sorpresa es lo que se considera mi plato preferido aquí: fríjoles con arroz. Los hacen igualitos que en Colombia, idénticos a los de las bandejas paisas en sabor y en la forma de cocinarlos (un dato curioso: a la moneda antigua se le denomina en términos generales como "paisa", lo que en nuestro argot significa billete). También como muchos pinchos de carne y pollo a los que aquí llaman kebab y nun, un pan delicioso. Lo único malo de la comida es que utilizan cantidades industriales de aceite. Piensan que es muy saludable y entonces no tienen problema en saturar las comidas de grasa. Cuando llegamos tuvimos que dar instrucciones para que redujeran el aceite al máximo en nuestros platos.
Kabul es una ciudad encantadora pero uno debe cerrar los ojos para disfrutarla. Hay que imaginarse todo pintado, bien arreglado y después uno se da cuenta de lo linda que es, lo bellos que son el Castillo del Rey, donde termina una vía en la que están todas la embajadas, que se llama Great Mashood Road, y la casa de la Reina.
El régimen se acabó definitivamente en la mayoría de las ciudades afganas aunque aún quedan algunos por ahí que hacen mella en regiones apartadas de la capital. Los afganos son indiferentes a ello. Puede decirse que el fin del régimen no les hizo ni bien ni mal -eso es lo que ellos piensan-. Como son tan pobres, no se inmutan por los cambios que están sucediendo. Ellos se acostumbraron a creer que no existe algo mejor a su pobreza.
Desde que estoy aquí, hace 18 meses, creo que he envejecido el triple. El tiempo pasa muy lento y uno solo se puede dedicar al trabajo porque no hay nada para hacer. El tedio lo puede matar a uno. Por eso cuando nos dan cinco días libres cada seis semanas aprovecho y me voy para Pakistán, para los Emiratos Árabes o para Dubai y me enloquezco comprando cosas, en especial películas para ver los fines de semana y así hacer la vida más llevadera.