17 de noviembre de 2005

Lo que duele después de los 40

A partir de los cuarenta, las cosas suceden más rápido que antes, y el reloj del tiempo camina con mayor velocidad.

Por: Camilo Durán Casas

Dicen que la vida comienza a los cuarenta. No sé quien lo dijo, pero con seguridad tenía más de cuarenta. También suele decirse que joven es aquel que tiene la edad de uno o menos. Lo cierto es que a partir de los cuarenta, las cosas suceden más rápido que antes, y el reloj del tiempo camina con mayor velocidad. En esta década, son frecuentes los exámenes financieros, profesionales y de próstata, que nos permiten saber qué tenemos, qué somos, qué calidad de vida nos espera, y nos obligan a aceptar que algunos de los sueños que teníamos ya no se realizarán.
La llegada a los cuarenta es traumática como todo cambio de década. El primer síntoma de estar en ella, es que nos invade la duda de haber superado la mitad de nuestro promedio de vida, y el presentimiento de que entre más avancemos más nos estamos acercando al final del segundo tiempo del partido y del campeonato. La sensación de sentir que nos falta menos de lo que llevamos, al menos estadísticamente, es terrible. Yo diría que es nuestra primera aproximación a la vejez. Y es también la década en la cual surgen misteriosamente algunos pelos, vellos o cabellos blancos en las sienes, el pecho, y otros lugares en los cuales jamás imaginamos que pudiera instalarse una cana. Otro síntoma de esta década de la madurez, es que empezamos a recordar a nuestros padres cuando tenían nuestra edad. No son muchos quienes tienen un recuerdo de cómo era su padre a los veintiocho años, pero es muy probable que lo recuerde de cuarenta o cincuenta. Algo que además ocurre en estos años es que la edad adquiere un significado especial. Se convierte en un índice de referencia. Para un niño o un adolescente, cualquier persona mayor de veinte años es igual. El grupo humano de la gente mayor lo conforman los de treinta, cuarenta y cincuenta años. Y estos últimos son igual de viejos a los de ochenta o noventa años. Pero a partir de los cuarenta una persona de 43 años y una de cincuenta y cuatro están en ciclos diferentes. De hecho, el primero puede ser padre y el segundo abuelo.
En esta década también se producen cambios en el trato con los demás. Empezamos a tutear a los compañeros o amigos de colegio (síntoma inequívoco de adultez), y nos empiezan a decir doctor o don, personas -especialmente del sexo opuesto- que antes nos saludaban con más confianza o familiaridad. Pero paralelos a estos cambios sicológicos y de relaciones humanas, vienen los verdaderos achaques físicos o biológicos. El primero de ellos es el crecimiento incontrolado e inevitable de la barriga. Antes de los cuarenta, es posible mantener una figura esbelta a base de ejercicio y dietas. Pasados los cuarenta, así trotemos diez kilómetros diarios y nos alimentemos con lechuga y saltinas, la barriga comienza a crecer y, lo que es peor, a caer. El hombre que logra llegar a los cincuenta sin barriga o sin bananos en la cintura es una excepción de la naturaleza. Y produce una envidia feroz.
Otro síntoma de los 40-50 es un cambio lento pero irreversible en las horas y en la calidad del sueño. Dormir cuando se es joven es una labor que no requiere esfuerzo. Nos acostamos para dormir. A partir de los cuarenta nos dormimos para acostarnos. Y la cantidad y calidad de lo que comemos en la noche tiene una alta incidencia en la duración y profundidad del sueño. La pérdida de la visión llega también en estos años. A los cuarenta y cinco ningún hombre puede revisar la cuenta de un restaurante sin gafas o sin alejarla de los ojos.
En materia sexual, la cuarentez es contundente. La velocidad de transmisión entre el estímulo sexual y su ubicación en el órgano competente puede empezar a presentar demoras. La actividad sexual adquiere nuevas tonalidades y aparece el concepto de ahorro y dosificación sexual.
En lo que refiere al trato diario con nuestros semejantes, esta época de la vida es fértil en cambios y estilos. Perdemos el miedo a opinar y a exigir, nos convertimos poco a poco en dogmáticos y preferimos creer en lo que preferimos que sea verdad. En nuestras conversaciones con personas menores, empezamos a utilizar las muletillas "yo sé por qué se lo digo", "yo ya pasé por eso" y "hágame caso", y de repente comprendemos que la palabra veterano puede ser un poco ofensiva. Además, empezamos a usar el "no me mamo" para expresar nuestra antipatía por personas, cosas, programas, artistas, comidas o cualquier asunto que no forme parte de nuestros intereses o prioridades. Nos sacan la piedra situaciones que antes no nos molestaban (las colas en los cines, los peajes demorados, la espera de una secretaria) y nos aburre tener que bailar, asistir a primeras comuniones o aprender a manejar un nuevo celular. Es la época en que nacen los resabios. Que el periódico leído por alguien antes que nosotros ya no se puede leer, que disfrazarse es una estupidez, que todo es carísimo, que solo hay una marca de whisky, y que todo el mundo está tratando de robarnos. Sin embargo, hay algo que me encanta de esta época de la vida. Que finalmente uno acaba sabiendo quién es.