10 de diciembre de 2003

Desayunadero 42

Por: Felipe Restrepo

Antes de llegar al desayunadero donde voy a pasar las siguientes doce horas, imagino, emocionado, el escenario que me espera. Pienso en un cafetín oscuro con un elenco de siluetas insomnes, de personajes desalmados que viven mejor al margen del día, de borrachos con penas aliviadas en el alcohol y de una agotada mesera llamada Betsy. Pero, cuando llego al lugar, me doy cuenta de lo alejado que estaba de lo que realmente hay dentro del famoso desayunadero de la Caracas con 42.
En la fachada de la casa hay un cartel poco excitante que dice "Desayunadero de la 42. Comida típica santandereana". Alrededor se encuentran algunas licoreras y bailaderos poco recomendables. Una vez adentro, la decepción es aún peor. En efecto, no hay ninguna Betsy, tampoco borrachos y ni un solo personaje desalmado. El lugar no es más que un restaurante abierto las 24 horas del día. En el primer piso está el salón principal, donde hay quince mesas. En el segundo hay dos salones suplementarios con ocho mesas cada uno. Al fondo está la cocina.
Las primeras horas son muy calmadas y apenas hay algunas personas que comen en silencio. A las 10:00 p.m. llegan algunos clientes interesantes: un grupo de cuatro mujeres y tres hombres. Cuando les pido una foto se oponen. La razón: están escondidos de sus parejas y no quieren dejar evidencia de su aventura. Me cuentan que los viernes, mientras sus familias creen que están trabajando, se van a las discotecas de Chapinero. Antes de regresar a sus ca-
sas vienen al desayunadero para bajar la borrachera y así no despertar sospechas.
De un momento a otro se acerca Ramiro, el administrador del turno de la noche. Desde que llegó de Bucaramanga, el año pasado, entró a trabajar en el desayunadero. Aunque es bastante amable, noto en él cierta prevención. Le hago preguntas, pero sus respuestas son cortas y vagas. Cuando le pregunto si ha tenido clientes famosos se le iluminan los ojos y dice que "casi todas las noches". Me confiesa que él mismo ha atendido a Horacio Serpa y a varios políticos. También asegura que el sábado anterior el elenco de la novela Pasión de gavilanes llegó después de la grabación y se rumora que Jorge Barón ha estado allí varias veces. Claro que, según Ramiro, la celebridad que más visita el lugar es el senador Carlos Moreno de Caro y que si tenemos suerte puede llegar en cualquier momento. No me cabe duda de que la noche mejoraría mucho si apareciera Carlos Moreno de Caro, acompañado de varias mujeres alicoradas y disfrazadas.
Pero el respetable senador nunca llega, así que me tengo que conformar con un grupo integrado por Wilson (estudiante de matemáticas de la Nacional, 26 años y signo tauro), Sandra (microbióloga, de caderas enormes y santandereana) y Gina (tímida, soltera y también tauro). De inmediato se muestran amigables y me invitan a sentarme con ellos. De lejos es el grupo más entretenido de la noche. Después de explicarles el motivo de mi entrevista se entusiasman y empiezan a hablar. Tal vez se deba a que han estado tomando toda la noche en un bar cercano. La conversación gira en torno a los signos del zodíaco. Me preguntan mi signo y Gina se entusiasma cuando le digo que soy capricornio: al parecer somos complementarios. Después de una hora de conversación intercambiamos teléfonos y la promesa, bastante dudosa, de que nos veremos pronto.
Vuelvo a donde Ramiro y me lleva a la cocina. En ella trabajan seis cocineras y Miguel, el chef, todos santandereanos. Allí se preparan platos las 24 horas del día. Según Miguel en un día normal se pelan 10 bultos de papa, se revuelven 15 docenas de huevos y 5 kilogramos de carne. En el segundo piso hay una estantería donde reposan, olvidados, algunos dulces típicos santandereanos: dulces de apio, arroz y cidra. A la salida de la cocina encuentro un grupo de borrachos ruidosos. Son tres mujeres y un hombre que se niegan a dar sus nombres. Lo único que logro averiguar es que están completamente borrachos. Piden tres desayunos y una de ellas escoge espaguetis con pollo y coca-cola. Antes de terminar su comida sacan una botella de aguardiente. Según una de ellas no hay nada como un trago con el desayuno. Después de varias horas de estar allí siento que tengo cierta confianza con los meseros. En total hay ocho, pero solo dos -los más jóvenes- aceptan hablar conmigo. Jorge es el primero. Nunca le ha pasado nada emocionante en los dos años que lleva en el puesto. Cuando le pregunto cuántos clientes borrachos tiene que atender por la noche, Jorge es bastante enfático en su respuesta: "entre las 11 y las 6, el ciento por ciento".
La conversación con Camilo, el otro mesero, es mucho más fluida. Él tiene 23 años, estudió en el Sena y trabaja hace tres meses en el desayunadero. En el poco tiempo que lleva en el puesto dice haber visto cosas escandalosas: "Señoras estrato seis borrachas con sus amantes más jóvenes, peleas y muchos, pero muchos, maricas". Camilo insiste en que él no va a estar demasiado tiempo de mesero y que pronto espera remplazar a Ramiro. O mejor, espera irse a administrar otro restaurante porque "esta zona está cada vez más fea". Nuestra charla se interrumpe de pronto, cuando aún no son las tres de la mañana, porque afuera hay una pelea de borrachos. Salimos a mirar qué sucede. "Esto cada vez está peor por aquí", me comenta, mientras mira la pelea sin demasiado interés. Según él, todos los viernes y sábados pasa lo mismo. Por lo que alcanzo a entender, el problema empezó en Yaré, el bar del lado, pero se trasladó a la calle. El motivo, como siempre, es
estúpido y la pelea nunca pasa a mayores.
A las 4:00 a.m., los clientes me parecen mucho más extraños. De pronto, sin saber cómo, me encuentro junto a Li-Deng, un turista de Singapur. Como Li-Deng sólo habla cantonés, tengo que entenderme con su amigo Ricardo, quien me explica que invitó a su amigo para probar comida típica. Y hasta ahora su plato favorito es el tamal. Durante toda nuestra charla, Li-Deng sonríe amablemente sin decir una sola palabra. Más tarde paso a la mesa del lado. Ahí están tres estudiantes de arte: Margarita, Andrea y Natalia. Casi todos los fines de semana vienen a desayunar después de la rumba. En ese momento entra una pareja en traje de noche. Se sienta al lado de una mesa de estudiantes borrachos. A esa hora de la noche cada mesa es un pequeño mundo aparte. Y lo único que los une son enormes platos de comida santandereana.
En cambio, yo no he comido nada en toda la
noche, así que pido la carta. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define el desayuno como un "alimento ligero que se toma por la mañana antes que ningún otro". Los desayunos que ofrece la carta no coinciden con esta definición: no son ligeros y se sirven a cualquier hora de la noche. Entre las múltiples opciones están el desayuno de la casa, que tiene caldo, huevos, carne y arepa ($15.400), el tamal ($4.500), el cabrito con pepitoria ($16.000), el mixto de carne oreada ($16.000), los huevos revueltos ($4.000), el mute ($9.500) y la cola sudada ($16.000). Me decido a probar el desayuno de la casa.
A las 6:00 a.m., los empleados del turno de la noche comienzan a irse. Ramiro se despide y me presenta a Pedro, el administrador diurno. Pedro es un hombre mayor y bastante formal que lleva más de diez años trabajando en el lugar. Pedro es mucho más institucional que Ramiro: al fin y al cabo uno trabaja durante la noche mientras que el otro lo hace durante el día.
En los treinta años de servicio que lleva el Desayunadero de la 42 deben haber sucedido muchas historias extrañas -la mayoría relacionadas con licor-. Pero después de pasar una noche entera allí lo único que tengo es una sensación de frustración. Cierto: hay estudiantes de arte, turistas, borrachitos inconformes, borrachitos sonrientes y trajes de gala amanecidos. Pero no mucho más. Solo promesas de celebridades de segunda y algunas historias de personas cansadas de sí mismas.