7 de septiembre de 2006

Detrás de cámaras de El hombre de los mil nombres

A propósito del lanzamiento de su nueva novela, Silva Romero reconstruye para SoHo la trasescena de una obra que tiene mucho de documental, pero también de biografía autorizada por un muerto, el ¿célebre? Lester Brown.

Por: Ricardo Silva Romero
| Foto: Ricardo Silva Romero

Yo no sé qué piensen los demás. Pero a mi me parece que, si vamos a tomarnos este libro como un documental, si vamos a jugar a que esta es una superproducción redactada en varios computadores, lo mínimo que podemos hacer es contar cómo pasó de ser una simple idea a ser una realidad que se nos ha salido de las manos. Estas páginas, además, son el lugar perfecto para hacer un "detrás de cámaras" de El hombre de los mil nombres: no solo porque SoHo ha sido lo que los artistas de otra era llamaban "mi mecenas", sino porque el protagonista de mi relato estuvo a punto de ser sepultado por esos adalides ofendidos que hacen todo lo que esté a su alcance para ofenderse. Yo, les digo la verdad, siempre me he sentido orgulloso de los libros que he escrito. No desde el punto de vista artístico, ni más faltaba, no desde el punto de vista literario (que es un punto de vista que cambia todo el tiempo), sino desde el punto de vista de la superación personal: para mí haberlos terminado, en medio de esa carrera de obstáculos que es cada semana, es un logro digno de reconocimiento en cualquier sesión de clausura.

Le conté la idea de este libro a Germán Pardo García-Peña en enero de 1998. Le dije que quería escribir la biografía de aquel productor de Hollywood, Lester Brown, que tuvo que cambiar mil veces de nombre para sobrevivir al macartismo, al patrioterismo y al comercialismo de los Estados Unidos en los que vivimos todos. Y él respondió (qué más podía hacer) "emocionantísimo", "mi apellido también es Brown" y "el único problema que le veo es que le va a tocar leer mucho". Ese fue, en efecto, el primer obstáculo de todos: solo hasta abril de 2004, cuando terminé de organizar los nueve cuadernos de mi investigación, cuando encontré los informes minuciosos del detective Mark Redfield y entendí un poco mejor que Germán (que murió el 8 de agosto de 2003) siempre iba a estar pendiente de mis cosas, pude comenzar la redacción de estas páginas cargadas de nombres. Habían pasado seis años desde que me había animado a comprobar que aquel productor no se había suicidado. Y mientras pasaba el tiempo, para no sentirme culpable porque mi hermano mayor trabajaba muy duro mientras yo miraba en piyama por la ventana (que es, después me enteré, lo que hacen los escritores), me había visto forzado a inventarme unas ficciones.

Así, desde 1998 hasta 2004, preferí escribir novelas que sucedieran en Bogotá para no tener que confirmar un solo dato más aparte de los de la vida de Brown: la cosa fue tan descarada que la primera (Relato de Navidad en La Gran Vía) ocurría en el apartamento de mi infancia; la segunda (Tic), en un par de edificios que tengo que visitar de vez en cuando, y la tercera (Parece que va a llover), en los recorridos que suelo hacer entre semana. Lo bueno del asunto es que uno siempre puede decir que el barrio en el que vive es su "universo narrativo". Lo malo es que lo llaman a uno "una joven promesa" para no tener que leerse los libros. Lo feo es que, como el trabajo se reduce a reorganizar lo que le pasa a uno en la vida, uno se ve obligado a esperar a que le pasen más cosas y tarde o temprano descubre que las cosas solo se pueden contar cuando han terminado de pasar. Ahora suena cantinflesco. Pero a comienzos de 2004 era toda una revelación: la razón por la que no me sentía cómodo con las historias bogotanas que tenía en mente era que no habían terminado de ocurrirme.

Era un buen momento, en teoría, para meterme en la vida de otro. Era el momento para escribir la biografía de Lester Brown. No esperaba encontrarme, en la práctica, con tantos problemas. En agosto de 2004 viajé a Boston detrás de mi esposa, María, que iba a hacer la pasantía de su doctorado. La meta era quedarnos cuatro meses. Y por poco la cumplimos. El oficial de inmigración, un gordo a quien llamaban "el sargento García", solamente me dejó entrar a su país (esto es real) con la condición de que "cocines todos los días a tu esposa". Y todo estuvo bien, no me tocó cocinarla ni una vez, avancé tecla a tecla en la escritura y aspiré el apartamento con una maquinita de mano a la que traté (María es testigo) como a la mascota que nunca tuve, hasta que una mañana de octubre amanecí convertido en gringo. Así. Tal como suena. Comencé a pedir sillas más cómodas por Internet, aproveché todas las ofertas que me encontré por el camino, me enloquecí con los DVD a cuatro dólares que había en cualquier mercado de paso: no tenía tiempo para nada aparte de comprar a muy buen precio.

Pero un día, cuando ya me refería a Al, el portero negro de nuestro edificio, como al "asistente afroamericano de las residencias estudiantiles", leí en eltiempo.com (pueden verificar esto con Miren Vitore Magyaroff) la noticia de que a un grupo de apartamenteros, en Bogotá, les estaba yendo muy bien en los edificios del barrio en el que vivo. Y a mí, no sé por qué, de pronto porque se me había ido casi toda la plata en productos con el 50% de descuento, se me metió en la cabeza que tenía que devolverme a Colombia. Fue una buena decisión. Si no lo hubiera hecho, si no hubiera vuelto a comienzos de noviembre, nadie habría sido testigo del aterrador momento en que se estallaron las tuberías de nuestro apartamento. Y nadie habría tenido el gusto de convivir con aquella familia de plomeros, la excéntrica familia Niño, que se tomó el lugar desde el comienzo de noviembre hasta la mitad de diciembre. Fue una pesadilla. Y la prueba reina, para mí, es que hubo un inodoro en la sala durante unos veinte días. Y que en esas seis semanas solo pude escribir doce páginas (Patricia Miranda puede confirmar esto) en medio de martillazos, polvaredas e insoportables gritos de citófono.

Salía temprano a una clase de Photoshop a la que me había metido con Julián Saad para restaurar las pocas fotografías de Lester Brown que se consiguen en oscuras casas de coleccionistas (y que encontrarán ustedes en ciertas secciones del libro), pero era salir de una pesadilla para entrar a otra: la jefe de la academia de computadoras, una mujer casi enana que se refería a sus alumnos como "mis chiquiticos" (Alejandro Martín, que me acompañó a matricularme, puede dar fe de todo esto), dejó de hablarnos de un momento a otro, no más "mis chiquiticos", sin explicarnos por qué. Y el de ella era un silencio tan injusto, tan duro, que volvía yo al apartamento sin la concentración que se necesita para no falsear la vida de otro. No sé si sea correcto hablar, ahora, de "síndrome de Estocolmo". Pero es verdad que fue muy triste ver partir a los plomeros Niño unos días antes de Navidad. Ya no había risas en la casa. Ya no había alegría. No quedaba comida para comer ni aire para respirar.

2005 no fue un año menos complicado: concentrarse para escribir fue, de nuevo, una tarea dolorosa. Cumplí los mismos treinta años que cumplieron las tuberías que estallaron: era realmente simbólico. Y empecé, sin proponérmelo, a hacer cosas de persona de treinta: salí a la ciclovía, organicé comidas fallidas y compramos a muy buen precio un viejísimo Volkswagen escarabajo que se varó desde marzo de 2005 hasta mayo de 2006. Fue, en suma, una temporada tan inverosímil como la anterior. Lo único que me tranquilizaba de cierta calvicie que se apoderó de mi cabeza era que ya nadie podía referirse a mí como a una promesa joven: "ahora soy una promesa calva", me decía derrotado en el espejo. De noche, cuando descansaba de lo difícil que era escribir cada frase, tenía los sueños más extraños que he tenido hasta el día de hoy: en el más absurdo de todos, el escritor Luis Fernando Afanador, cuya amistad es uno de los principales orgullos de mi vida, manejaba en contravía, por la cicloruta de la once, un Volkswagen viejo en el que los dos íbamos tarde al preestreno de una película de Cantinflas, y por el camino atropellábamos a una cantidad de gente que finalmente nos perdonaba porque a nadie le gusta perderse el comienzo de una película. Cómo quisiera tener testigos de esto.

Era, sin duda, una crisis. Y el resultado, en septiembre del año pasado, era un libro trastornado, de género impreciso, que más bien parecía una E True Hollywood Story. Le puse El hombre de los mil nombres en honor a una de las películas más famosas del biografiado: un espagueti western que se consigue en DVD a muy buen precio. Y al final dejé ese título porque me pareció que, bueno o no, era el título que mejor describía la venganza que uno se encuentra en el libro.

Los consejeros que se tomaron el trabajo de corregirlo, en realidad los amigos que nunca me dejan salirme con la mía, dijeron estar tranquilos con el resultado. Y fue por eso, y por el entusiasmo y el ingenio y la generosidad de todas las personas en la editorial, que me atreví a entregárselo a mi hermano Eduardo, el día de su cumpleaños (no fue de tacaño: también le regalé un disco), con la esperanza de que fuera exactamente el libro que había querido regalarle desde que se fue a vivir afuera: un Conde de Montecristo de la vida real. Si no me quieren creer nada de lo que he redactado hasta el momento, si no les quieren creer ni una palabra a los testigos que me he conseguido para este "detrás de cámaras", al menos créanme esto: que le regalé este libro a mi hermano porque todos los hermanos mayores lo dejan a uno jugando solo, en algún punto de la vida, para que no los deje el tren de las cosas normales, pero este hermano mayor siempre ha estado pendiente de cómo van mis juegos. Y siempre me ha hecho sentir que es toda una superación personal haberlos convertido en un oficio.