21 de julio de 2010

El bulli criollo

En Elcielo, un restaurante de Medellín que ofrece comida conceptual y molecular, no se va a "comer sino a vivir", y por eso allí no se habla de platos sino de momentos. El periodista uruguayo César Bianchi se sometió a esos momentos y cuenta para SoHo la rara experiencia de salir a comer y terminar muerto de hambre.

Por: César Bianchi
Para ir a El Cielo Tel: 2683002 Dirección: Cra. 40 N 0.º 10A-22, El Poblado, Medellín | Foto: César Bianchi

Veníamos sin dormir, con el cerebro embotado por haber escrito toda la madrugada a contrarreloj para llegar puntual a las 9 horas de un domingo de agosto con nuestras crónicas terminadas. Estaban prontas para ser despedazadas por el juicio cruel de Martín Caparrós, un argentino de bigote, maestro de cronistas en el continente. Ese último día de taller en Medellín se alargó hasta las 20. La dinámica se basó en leer cada una de las 14 crónicas sobre la Feria de las Flores paisa y luego criticarlas en voz alta, entre todos. Por fin el suplicio había terminado, todos teníamos hambre ya. Estábamos invitados a El Cielo, un restaurante de comida "conceptual" y molecular, nos dijeron. Una buena forma de terminar ese día agotador, pensé.

Resulta que El Cielo era elcielo, y para combatir el hambre íbamos a experimentar 16 "momentos". No platos: momentos. "Vivir" los momentos era cuestión de entre tres y cuatro horas de… ¿cena? Algo no sonaba muy bien o no concordaba con las expectativas del estómago que crujía.

Un mozo impecablemente vestido trajo agua. Había que probarla, era el primer momento. Era agua de canela y limón y se llamaba "agua de manantial". Ya saben cómo sabe el agua, no voy a andar explicándolo. Después vino una pastillita, como de menta, y también tenía nombre: "iceberg". Vaya aperitivo, un vaso de agua y una pastilla. En Uruguay tomamos vermú, en Argentina un fernet.

Y nos trajo un cuadradito muy parecido a un dado (pero sin los puntos) que había que tirarlo sobre agua. El dado se transformaba en una toallita. El "momento" era tocarlo, apreciar su textura con la yema de los dedos sería lo más parecido a la panacea táctil. Los dedos agradecidos, la panza seguía chillando. Tenía su moraleja: el deshielo polar y su efecto en el calentamiento global.

Después vino un bocadillo, un "snack de plátano maduro y queso campesino, pino y merengue de humo". Todo eso explicó el mozo, que recitaba de memoria y le daba su aureola mística a la cosa. Pero ese "momento" de 12 palabras que luce rimbombante no sirvió para aplacar nada el hambre. Ah, y tenía un significado: "Los rechazos del Primer Mundo". Venía a significar algo así como: los-malos-del-Primer-Mundo-nos-ningunean-a-nosotros-los-subdesarrollados-del-Tercero o cómo el imperialismo nos sigue ninguneando.

Si hubiera querido leer a Eduardo Galea-no o a Carlos Montaner, me hubiera quedado en el cuarto del hotel. Había ido a El Cielo (léase elcielo) a comer porque me hacían ruido las tripas, en buen romance.

Llegó una sopa de jengibre, mazorca y rocas nitro de té verde. Significaban la superpoblación mundial. ¡Una sopa fría de maíz tenía que hacerme reflexionar sobre qué complicado el asunto ese de que haya tantos chinos! De ninguna forma me iba a sentir culpable: en mi país somos apenas tres millones.

Hice fuerza por no ponerme de mal humor. El estrés por el santo grial de la crónica perfecta había pasado, el juicio de Caparrós no había sido taaan malo y estaba en un restaurante muy caro sin pagar un peso de mi bolsillo. Era preferible dejarse estar. "De pequeños momentos está hecha la felicidad", me ilusioné.

El mozo seguía intentando convencer: se trataba de un novedoso concepto de cocina, era gastronomía molecular, lo más parecido al arte gourmet. Sería una experiencia para los cinco sentidos.

Y siguieron los momentos, entre lecturas que parecían antojadizas y nombres pretenciosos. El pan de centeno con aire de reducción de cebolla ilustraba la Segunda Guerra Mundial, y el carpaccio de atún con arena de maíz, la esferificación de soya ácido y aire de limón nos tenía que dejar pensando en un derrame de petróleo. Los langostinos con maracuyá eran mares, una bassa al vacío con whisky y couscous de remolacha, residuos industriales... Cada momento duraba 20, 30 segundos. Cada momento en elcielo es tan minimalista que disfrutarlo era una cuestión de calidad, no de cantidad.

Se daba algo insólito: a medida que se sumaban los momentos, el hambre parecía crecer. Pero nos hacía a todos un poco más sensibles, quizás, me quise consolar.

El pollo al humo de roble —del tamaño de una tarjeta de crédito— con perlas de banano, fresas al vino tinto y cebada perlada estaba rico, como todo lo demás, pero seguía dejando a cada comensal con ganas. El mozo tardaba más en decir su discursito aprendido que el invitado en comer el momento.

Un cerdo al vacío estaba camuflado entre papeles de pimentón y lulo con arvejas tostadas. "Significa la basura del mundo", dijo el mozo de rostro petrificado como el de Terminator. Genial: teníamos que comer la basura o comer eso, sin dudas delicioso, pensando en la basura. La metáfora no era clara.

Cuando lo vi venir de nuevo, sonreí aliviado. Lo que traía me resultaba familiar y por primera vez en la noche, suculento. "¡Morcillas!", exclamé. Y debajo de la mesa crucé los dedos para que fueran dulces. Fue en vano: eran piedras. Venían acompañadas de un tubito de ensayo con un líquido gasificante que había que tirarle a las piedras y saldría un humo con un aroma para narices exigentes. Era un momento para el olfato… "Vapor de limonaria (o limoncillo), una hierba aromática, y encebollado de oreja blanca", dijo Terminator.

Y ya pasábamos a los postres, con la obligación de darnos por satisfechos. La comida seguía llegando con tonito aleccionador. Así, un helado nos tenía que hacer reflexionar sobre las selvas de Colombia y su tala indiscriminada y las confituras de uvas con bizcochuelo de amapola se llamaba "campo minado", y era un homenaje a los soldados colombianos, dijo el mozo.

Salí del restaurante valorando como nunca las arepas rellenas o los porotos con chicharrones que tanto había despreciado los días previos de mi estadía en Medellín.

Al otro día googleé al afamado restaurante de El Poblado medellinense. Encontré una cita de su reconocido chef, Juan Manuel Barrientos, bautizado como 'el Juanes de la cocina'. A una periodista le dijo: "Elcielo es un lugar donde la gente no viene a comer, viene a vivir". Ah, claro…

Unos días después me comuniqué con Barrientos. Intentó explicarme las lecturas de sus minúsculos momentos: me dijo que los combustibles fósiles como el petróleo y el gas, así como el uso del vapor de agua, impulsaron la revolución industrial. Me habló de la contaminación del aire, de sus desechos y la acumulación de basura (recordé el cerdo envuelto en papeles de pimentón). Escribió por correo electrónico que "la falta de conciencia" provocó dos guerras mundiales, y le pegó a Estados Unidos por promover el capitalismo.

"Hoy existe comida para siete billones de personas y los seres humanos somos seis billones. Alcanzaría para todos y sobraría. Sin embargo, hay 2,5 billones que solo comen una vez al día", me informó Barrientos. Evidentemente, para que la comida alcance a más personas, él prefiere no despilfarrar.

Entendí: andar sirviendo platos abundantes sería contradecir su prédica de toma de conciencia…