22 de julio de 2009

El escritor en vivo

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

Hay una actividad subsidiaria de la escritura que implica la puesta en escena, el performance solitario o en compañía de otros escritores en mesas redondas, coloquios, presentaciones de libros, debates y charlas, las cuales ahora reciben el ampuloso nombre de conversatorios, término que quizá suena más técnico y le da cierta seriedad al mero acto de dialogar frente a un público.

Existe un antecedente famoso de las presentaciones en vivo. Charles Dickens hizo dos giras por Estados Unidos, la primera entre enero y julio de 1842, la segunda entre noviembre de 1867 y abril de 1868, con lecturas en vivo que se llenaban a rebosar. La segunda gira significó unos ingresos netos de aproximadamente 19.000 libras. Grandes ganancias para este autor inmensamente popular y además hábil para los negocios. Pero el de Dickens era un caso excepcional de un escritor ídem. Los escritores de su época no solían hacer este tipo de tours comparables a conciertos musicales, ni devengaban esas astronómicas cantidades de dinero.

Tampoco es muy común que pase esto ahora, principalmente porque —salvo en las grandes ligas— la mayoría de las apariciones públicas se hacen al gratín o pagan muy poco. Pero sí han cambiado las cosas al punto que se ha institucionalizado la presencia del autor. Salvo que el tipo haga desapariciones tan teatrales y rodeadas de misterio como J.D. Salinger o Thomas Pynchon —y cuya ausencia sea tan elocuente o aun más escandalosa que su presencia—, es poco probable que un autor reclusivo, tartamudo, feo, antipático y de labio leporino sobreviva en las mediáticas y faranduleras mareas del coctel, la entrevista picante y el conversatorio. Hay una inmensa red de chismografía global en torno a la literatura que potencia al autor sobre su obra, que busca todo el tiempo la frase ingeniosa, el chascarrillo o la reyerta, y se olvida del libro.

A veces los editores llegan a extremos absurdos. En la España de principios de los noventa hubo un boom de escritores jóvenes con pinta de rockeros que empezaron a publicar historias de adolescentes enrumbados y pastilleros, con títulos llamativos y libros que parecían carátulas de discos, algunos de ellos con el autor en la portada haciendo cara de malo, mostrando los tatuajes, el pelo largo y la chaqueta de cuero. De repente era súper cool ser un escritor joven al estilo de José Ángel Mañas, Ray Loriga, Benjamín Prado y Lucía Etxeberría. Todas las editoriales buscaban desesperadamente al próximo jovenzuelo que garrapateara unas cuartillas y tuviera una banda de punk. Esta esquizofrenia tuvo su punto culminante en un libro llamado Muertos o algo mejor, de Violeta Hernando, autora de escasos 14 años. Al cabo del tiempo, la mayoría de ellos se perdieron, sus obras no resistieron el paso del tiempo. Fueron víctimas del síndrome Macaulay Culkin. Los demás trataron de hacer una carrera al margen de sus pataleos juveniles. Por eso no me gusta cuando lo presentan a uno diciendo que es un joven escritor.

En literatura no debería ser una virtud ser joven porque se trata de una condición pasajera. La prueba es que no hay una antología llamada Cuentistas jóvenes del siglo XIX. En medio de todo este culto a la personalidad, los escritores aprovechan para viajar gratis y comer rico a costa de los organizadores. También se da entre ellos un saludable intercambio de ideas que no siempre fluye en las mesas de conversación sino en el lobby del hotel, en la antesala del evento o después, cuando pasa la pirotecnia y no existe el deber de sonar inteligente o ingenioso. Es inevitable experimentar, en mayor o menor grado, una sensación de derrota posterior: ahí sí llegan todas las ideas, todas las respuestas y se queda uno corrigiendo mentalmente todas las pendejadas que dijo. Hace poco me entrevistaron en vivo para la televisión y respondí algo así como "Yo creo que el libro se complementa al hombre: mujer con libro, libro con hombre, libro con libro y del mismo modo en el sentido contrario…".

Son los peligros del escritor convertido en payaso de restaurante: "Siga, siga, lea mi libro, bien bonito, bien escrito…".