5 de abril de 2004

El primer salón de clase/Columna

Por: Ricardo Silva Romero

Parece que el único año de colegio que sirve para algo es el primero. Se aprende, entonces, lo único importante: que debemos compartir el mundo con otros, que estamos obligados a oír las cosas que nos dicen y que tenemos completamente prohibido quitarles a los demás lo que es de ellos. Ciertos autores afirman -cito, entre tantos, un texto de Robert Fulghum titulado Todo lo que necesitaba saber lo aprendí en el kinder- que "la sabiduría no se encuentra al final de la maestría universitaria sino en la arenera del jardín de niños". Lo que podría significar que nuestros sistemas educativos, condenas que duran muchos años, entre primarias, bachilleratos y universidades, en el fondo se encargan de lavarnos el cerebro, nos venden la imagen de un mundo enrevesado, peligroso y complejo, y nos ayudan a olvidar que algún día fuimos 'sabios'. Sí, claro, los actores de Guardianes de la bahía nunca lo fueron. Pero existe una excepción a toda regla.
Quien no se aferra a las enseñanzas básicas del kinder (amárrese bien los zapatos, dele la mano al que ha caído, lávese las manos antes de comer), se ve forzado a elegir el triste camino hacia el éxito. Porque los colegios de hoy, sometidos por el célebre 'libre desarrollo de la personalidad', sujetos a vacías teorías pedagógicas (vacías, por supuesto, porque dar una clase es un problema práctico), acorralados por la sensación de que los pobres estudiantes van a salir traumatizados, doblegados por la ley de la oferta y la demanda, y plagados de profesores vergonzantes que asumen su oficio como una desgracia temporal, sólo les enseñan una realidad a sus discípulos: la frase "el cliente tiene siempre la razón". ¿Se sienten menospreciados cuando les piden aprenderse una fecha de memoria?, ¿maltratados cuando los califican con un número insensible?, ¿vulnerados cuando les dicen que la autoridad existe? Díganlo entonces. Quien paga, recuérdenlo siempre, tiene la sartén por el mango.
"Si no puedes con tu enemigo, únetele": ese es el dicho popular que resume las estrategias pedagógicas de ahora. Si no es así, si las escuelas no se han arrodillado ante el dinero, si no se han convertido en guarderías de segunda, ¿por qué la gente no puede redactar tres líneas seguidas?, ¿por qué los universitarios preguntan el apellido de Platón?, ¿por qué algunos profesores de literatura invitan a leer libros de superación porque "contienen situaciones que todos hemos experimentado" (lo que significa, por ejemplo, que hay un momento en la vida en que uno se pregunta quién se ha llevado su queso) y no porque puede servirles a los malos lectores para entrar al mundo de todas las palabras? Los colegios deberían indemnizarnos por graduar periodistas mediocres (los papás les hacían las tareas), funcionarios corruptos (cobraban el 10 por ciento de las loncheras), políticos reaccionarios (eran los sapos del curso). Los colegios tienen la culpa de todo: si es verdad, como dicen los psiquiatras, que el 87 por ciento de la mala educación viene de los padres, entonces los colegios deben morir en el intento de formar mejores padres.
Este 20 de abril, a las 11 de la mañana, se cumplen cinco años de la tragedia del Columbine High School, en Denver, Colorado (una perturbadora matanza llevada a cabo por dos estudiantes de último año), que en 2001 inspiró el imprescindible documental de Michael Moore y en 2003 una gran película de ficción dirigida por Gus Van Sant. Es un buen momento para recordar, aun cuando se trate de una masacre al estilo norteamericano, que los profesores, los padres de familia y los alumnos del mundo deben repetir, repetir y repetir ese primer año de colegio, ese jardín infantil privilegiado, hasta que pasen el examen sobre las pocas cosas que nos salvan.