24 de junio de 2010

Elogio de mi suegra centenaria

La madre de la amada ha sido por tradición objeto de diatribas. Pero para el autor, uno de los últimos caballeros, la suya merece este sentido piropo.

Por: Álvaro Castaño Castillo
| Foto: Álvaro Castaño Castillo

El tema no es nuevo para mí. Cuando hace cuatro años SoHo me pidió que le hablara de mis 60 años de matrimonio dije: "Mis relaciones con la suegra, doña Mercedes, quien ha llegado ya a la impresionante suma de 98 años de edad, merecen capítulo aparte: nunca hemos tenido ni la más leve desavenencia, y si la hemos tenido, ambos la hemos ocultado con maestría en homenaje a Gloria inmarcesible". Hoy reitero el respeto y la admiración que le he tenido a doña Mercedes desde cuando la conocí en 1944.

No se pueden medir las virtudes personales de doña Mercedes sin darles antes un vistazo a las características del bogotano que ha tenido que lidiar. Adelante, pues:

El bogotano desarrolla durante su noviazgo, más que nunca, todas las precauciones y disimulos tan característicos en su formación que parecen venir directamente del mismísimo don Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador letrado: siempre está presto a levantarse como un resorte cuando entra una señora a la habitación donde están sentados; si la madre de su pretendida está por ahí no mira abiertamente pierna, ni escote, no pronuncia nunca una mala palabra ni siquiera la venial ‘vaina‘, mucho menos ‘carajo‘. Sabe que un tufo inoportuno cuando está en época de conquista puede ser fatal, pero no deja de aplicarse sus whiskies subrepticios y los oculta con chicles mentolados y pastillitas de eucalipto.

Cuando conocí a doña Mercedes yo era en mi exterior un bogotano untuoso y melifluo, cabal representante de ese personaje que las gentes de provincia detestan: bigotito muy calculado, mirada romántica de ojos azulencos, manos trabajadas por la manicurista.

Como nunca he sido bruto, sino para las matemáticas, yo sabía, sentía, que estaba representando cabalmente ante doña Mercedes a ese bogotano hostigante. Y comenzó nuestra confrontación. Yo, jugado en varias plazas, viajado y sobre todo enamorado, había llegado ya a la conclusión terminante de que Gloria era la mujer de mi vida. Doña Mercedes no tenía por qué saberlo y ante todo no tenía por qué creerlo. El bigote trabajado del bogotanito continuaba siendo sospechoso.

Mi noviazgo con Gloria estuvo por años arrullado por la música que venía de su máquina Singer. Cosía, cosía a toda hora como si el mundo corriera peligro de desfondarse si no lo protegieran las maravillas de su aguja. Fue la costurera más profesional, decidida y creativa que pueda imaginarse.

Detesto la literatura antisuegras y llego al extremo de recordar con fastidio a un pequeño automóvil del año de upa, "cole pato" en cuya parte de atrás había un asiento exterior que llamaban despectivamente "portasuegras". Nunca podré ser amigo de un varón que hable mal de la suegra. Lo desprecio tanto como a los galanes que hablan, nombrándolos, de los churros que han seducido.

La belleza de Gloria Valencia en este trayecto que corrió de sus 15 a sus 19 años era tan escandalosa que, para defenderla y tratar de ocultarla, la familia Valencia tuvo que organizar una especie de guardia pretoriana que comenzaba en la abuela doña Eloisa y terminaba en el gato Michín que se enroscaba cerca al pedal de la máquina de coser de doña Mercedes.

Doña Eloísa, ultraconservadora, perdida en los recuerdos insoportables de la Guerra Civil del Tolima Grande, comenzaba la defensa del honor de su nieta con un sartal de proverbios morales empapados de experiencia y temor a Dios.

En línea descendente venía doña Mercedes, la menor de sus hijas, de pocas palabras, cuerpo grácil y cabello suelto. Doña Mercedes es el personaje central de este Opus por lo cual me abstengo de avanzar sobre ella mayores anticipos. Dentro de la guardia pretoriana figuraba un alfil de alta peligrosidad, su hermano Álvaro, menor que ella.

Con el correr del tiempo Álvaro Valencia se convirtió en un médico tan eminente que nunca vacilé en confiarle la vigilancia de todas mis presas, una a una. Lo ha hecho con tal eficacia que es sin duda el causante de que yo esté cumpliendo 90 junios como si fueran 25 abriles.

Pero en aquellos tiempos de la insoportable belleza de su hermana, Álvaro era solo un adolescente de combate que cuando Gloria se desplazaba de su casa de la carrera 5.ª de Ibagué hacia la iglesia del Carmen, iba adelante despejando el paso de su hermana con sus botas de aterradores carramplones, que repartían patadas en las espinillas de los admiradores. Según el calibre del piropo era más o menos intensa la patada del hermano menor.

Ya queda delineada la guardia pretoriana que protegía la belleza de Gloria. Vamos ahora con doña Mercedes. Cuando llegó de Ibagué a Bogotá, en los años cuarenta, yo estaba terminando mis estudios de Derecho en la Universidad Nacional.

El apartamento de doña Mercedes era reducidísimo, escueto y lineal. Ella y los dos tortolitos estábamos separados por un biombo de vidrio esmerilado que producía una luz exigua. En la zona de doña Mercedes cantaba la máquina Singer. En la otra, yo le leía a Gloria Los estudios sobre el amor, de Ortega y Gasset.

Doña Mercedes con sus ojos de vez en cuando daba una "puntada" a través del biombo hacia los novios. Cuando oía que mi voz había entrado en un silencio sospechoso, la máquina dejaba de cantar su eterna melodía y era para mí una advertencia.

Cuando Gloria y yo estábamos saturados de las agudezas de Ortega, pasaba a dictarle fragmentos de mi tesis de grado "La Policía, su origen y su destino" que, por cierto, acaba de alcanzar su segunda edición, sesenta años después de la primera, ordenada por la Policía Nacional (me perdonarán la cuñita pero este libro forma parte de un momento entrañable en mi vida).

Así transcurrió mi noviazgo con la constante vigilancia de mi suegra. Nos casamos el 14 de junio de 1947, es decir han pasado ya 63 años, durante los cuales doña Mercedes ha sido la mujer más discreta y una insuperable pastora de silencios. Cuando se acabaron las camisas que reparar y las botas de Nochebuena que fabricar para sus nietos se le acabaron también sus ojos que trabajaron con estos encajes celestiales durante 103 años de vida.

Los ojos de doña Mercedes están cansados ya. Y su alma también porque ha llegado a los 102 años… "Pasarán más de mil años, muchos más" y en mi corazón seguirá resonando la melodía que venía de la máquina de coser de doña Mercedes.