9 de octubre de 2006

Elogio de Sancho Panza

Sancho y don quijote son tan imprescindibles el uno para el otro como el violín y el arco, como el aire y la voz, como los peces y el agua

Por: Héctor Abad Facciolince
| Foto: Héctor Abad Facciolince

Tal vez la siguiente sea una buena definición del libro más célebre de la literatura española: "Una larga conversación entre Don Quijote y Sancho". Todos sabemos lo difícil que es hablar con un loco si no es siguiéndole la corriente. Tal vez por eso los locos hablan solos, y a esto parecía estar condenado don Quijote, a hablar solo, hasta que aparece Sancho Panza. En la primera salida del ingenioso hidalgo, antes de que Sancho entre en la novela, dice el narrador que "nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mismo". Al buen Alonso Quijano, convertido en caballero andante, le tocaba hablar solo porque, si se dirigía a alguien, su manera de hablar o su presencia lo espantaban.

Las primeras personas con quienes se encuentra don Quijote, dos campesinas, que a él le parecen dos hermosas damas, salen corriendo al verlo, y él tiene que intentar tranquilizarlas: "No fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran". Pero el diálogo es imposible: "Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra". Lo que en la novela —a juzgar por la primera salida— parecía destinado a ser un monólogo o un diálogo de sordos, con la idea genial de crear a Sancho Panza, que en el capítulo séptimo aparece como de la nada, se convierte en una deliciosa conversación que durará muchos meses y dos libros, y que hará para siempre inolvidables a estos dos caracteres contrastantes y complementarios.

Si Cervantes nos presenta a don Quijote como un pobre loco, a Sancho nos lo presenta como un pobre bobo: "Un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que ese título se puede dar al que es pobre— pero de muy poca sal en la mollera", y al que es posible convencer de que se vaya a pasar trabajos como escudero de este dudoso caballero, con la vaga promesa de que quizás algún día lo haga gobernador de una isla, o lo que es lo mismo pero suena mucho mejor, de una ínsula. Mucho más adelante será el propio don Quijote quien nos explique el papel del tonto en una obra literaria: "La más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple".

Así que Sancho, en realidad, no es un bobo, sino alguien que da a entender que es simple, y su simpleza consiste en ser crédulo, es decir, en ser alguien que no descarta las locuras que se le anuncian, alguien tan abierto a cualquier imposible maravilla, que es capaz de suspender siempre su incredulidad. Sin que esto quiera decir que personalmente se haga muchas ilusiones pues, ya al primer almuerzo, poco después de la aventura de los molinos de viento, nos damos cuenta de que lo que Sancho quiere es vivir en paz, y que le tienen sin cuidado las promesas:

"Se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando aventuras, por peligrosas que fueran".

¿Cómo es Sancho Panza? Debe de estar entre los treinta y los cuarenta años, pues tiene mujer, Teresa Panza, una hija ya casi en edad de merecer, Sanchica, y otro hijo mozo, Sanchito. Físicamente, tenía "la barriga grande, el talle corto y las zancas largas". En cuanto a su carácter, él mismo se define: "Yo de mío me soy pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquier injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar. En ninguna manera pondré mano a la espada, y desde aquí para delante perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer". Sancho es lo que es, un realista sin muchos sueños ni ambiciones. Aunque le suene bien eso de llegar a ser gobernador de una ínsula ("lo cual ni lo creo ni lo espero"), cuando se imagina que tendrá que cambiar su manera de comer —pues tener la panza llena es lo que más le interesa—, ya duda en querer recibir el beneficio:

"A decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzado mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo". Y algo parecido piensa sobre la ropa: "Vístanme como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza".

Desde que el loco y el bobo (que en últimas no siempre son tan locos ni tan bobos) salen de su lugar a buscar aventuras, empiezan a conversar sin casi nunca dejar de hacerlo. Tanto platican, que una vez don Quijote se extraña de que Sancho le hable tanto y lo obliga a tomar por un tiempo votos de silencio. Así lo dice: "En cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar más. Y está advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo". Pero el voto no dura, y Sancho lo deshace así:

"Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se mal lograse". Lo autoriza a hablar don Quijote, y en adelante ya no vuelve a parar la plática. Porque el caso es que sin ella el libro no avanzaría ni iría a ninguna parte.

Para la locura de don Quijote la compañía de Sancho es tan necesaria como el agua para una ballena. Es Sancho el que nos va diciendo lo que las cosas son, en contraste con lo que don Quijote quiere ver en las cosas. Aunque a veces, y esto es lo más hermoso del libro, ambos creen lo que no es, e incluso al final los papeles se invierten, y es don Quijote quien ve lo que es, y Sancho quien pretende hacerle ver lo que no es.

El primer caso (en el que ambos se imaginan lo que no es) ocurre en la aventura de los batanes. Es noche cerrada, oscurísima, los dos se han metido por un espeso bosque, y empiezan a oír un ruido que "causaba horror y espanto", y era que "daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas". Sancho se asusta tanto que, por no apartarse de don Quijote, hace sus necesidades a los pies de su amo y entre las patas de Rocinante. Comenta don Quijote: "Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo". "Sí tengo —respondió Sancho— mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?". "En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar", responde don Quijote.

Al fin amanece y el ruido terrible que los tuvo despiertos y asustados toda la noche no era otra cosa que una especie de molino hidráulico que golpeaba pieles para curtir cueros. La realidad no es lo que parece ser y, como dice Sancho, "tiene el miedo muchos ojos y ve las cosas debajo de la tierra". Ambos, por una vez, dejan que salga la risa al mismo tiempo.

La inversión de los papeles ocurre en el capítulo X de la segunda parte. Sancho, hablando solo, dice para sí sobre don Quijote: "Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más".

Y así lo hace. Cuando aparecen tres labradoras en tres burros, Sancho se las señala a don Quijote como tres grandes yeguas adornadas, donde viene su señora vestida como una princesa, acompañada por dos de sus doncellas. Don Quijote dice: "Yo no veo, Sancho, sino a tres labradoras sobre tres borricos". Sancho se arranca la barba para convencerlo de que son tres yeguas blancas como la nieve. Su amo insiste en que "es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza". Pero Sancho se arrodilla ante la supuesta Dulcinea, y a don Quijote no le queda más remedio que arrodillarse también y aceptar la ilusión que su escudero le propone. Solo el olor que despide la doncella, a ajos crudos, pone de nuevo en duda a don Quijote, y entonces Sancho tiene que acudir a los mismos artificios de su amo cuando se ve descubierto, y echarles la culpa a los "encantadores aciagos y malintencionados".

La gracia verbal, y la fuerza inventiva de Sancho Panza, no es inferior a la de don Quijote. Y no por el hecho, tantas veces señalado, de que sea un depósito de sabiduría popular (la sarta de refranes que cita a trochemoche), sino porque a él se debe, por ejemplo, nada menos que el apelativo más famoso por el que se conoce al ingenioso hidalgo. Es Sancho quien lo bautiza, en el capítulo XIX de la primera parte, "el Caballero de la Triste Figura". Y es también a Sancho a quien se le ocurren por lo menos dos novelas más que Cervantes pudo haber emprendido, siguiéndole las huellas a don Quijote.

La primera que Sancho propone consiste en que dejen esa bobada de la caballería y más bien se dediquen a fingirse santos, pues es mucho más fácil y da mucha más fama la santidad que el oficio de caballeros andantes. Así lo dice el escudero: "Quiero decir que nos demos a ser santos y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos. Y advierta, señor, que ayer o antes de ayer canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tienen ahora en gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está la espada de Roldán. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero".

El otro invento ocurre ya al final del libro, cuando don Quijote se está muriendo, y Sancho, en una idea que a pesar de ser cómica consigue también un efecto conmovedor, le sugiere a su amo otra salida al campo, a cambio de la muerte: "No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado".

Sancho y don Quijote son tan imprescindibles el uno para el otro como el violín y el arco, como el aire y la voz, como los peces y el agua. El cura, al empezar la segunda parte, lo percibió claramente: "Las locuras del señor sin las necedades del criado no valen un ardite."