21 de noviembre de 2011

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Elogio del asombro

¿Qué sorprende a un hombre que vive de contar historias? Palabras de Tomás González, autor de La luz difícil, considerado uno de los más grandes novelistas de las últimas décadas.

Por: Tomás González

A un niño sordo le pusieron un aparato que le permitió oír. El primer sonido fue el de los pasos del médico que se lo puso; la primera voz, la de su madre. En la foto se ve el toque de desconcierto y hasta de angustia que hay en el asombro. Asombroso que otros primates humanos hayan estado esperando el milagro para tomarle la foto. Asombrosa la cámara, ese conjunto de cauchos, cristales y metales que detiene los ríos, detiene las lluvias, y nos deja ver que nuestro mundo es tan estable como fluido. Y asombroso que sea un objeto que se dé por conocido y comprendido y que ya incluso cause tedio.


Asombroso todo.
Pasan los años, sin embargo, y la repetición corroe, la repetición embota. La voz de la madre se hace monótona. En algún momento al final de la adolescencia nace el curioso orgullo de no asombrarse, y es a veces agresivo. “¡A mí ya nada me asombra, hijueputas!”. Orgullo y palabrotas van casi siempre juntos. O, por el contrario, se produce un marasmo, y la persona aletargada a quien se le aparece la Virgen del Carmen —o Elvis, en Estados Unidos— se voltea en la cama, dándole la espalda a la sagrada aparición, y dice que a él que no lo jodan con mariconadas de esas. También van juntos el tedio y el lenguaje sucio.
Pero el aburrimiento termina por hacerse inaguantable. Hay que hacer algo. Hay que hacer algo. Hay que hacer algo. Y salimos a buscar mujeres barbudas, tragaespadas, terneros de dos cabezas. La gente, incapaz de asombrarse por el vuelo de las gaviotas, se ve obligada a buscar hombres de tres metros, niños con muchos brazos. Si vive en Nueva York, va a Coney Island. Un boleto. Un espasmo. Nada. Tristeza de la prostitución. Muchos de los que se meten en el callejón del no-asombro terminan buscando emociones tóxicas: heroína, aún más palabrotas, codicia, alcohol, violencia…
Entretanto, en los pastizales, el ganado no ha dejado de levantar las orejas cuando la gente pasa. Lo miramos mirarnos. El asombro no está ni allá ni acá. Es en este caso juego de espejos. Y por todas partes ha seguido intacto y permanente, no siempre feliz, pero siempre único. Está el asombro final, inenarrable, del pingüino en las mandíbulas del tiburón o el asombro delicado de quien contempla hormigas. 
Sería bueno creer que hay algunos a quienes no arrastra el infierno de la rutina —infierno que tuvo su origen en el orgullo de creer saber cómo es el mundo— o tal vez saben salir de él, y mantienen sin interrupción y hasta la muerte la atención intensa. Entre los admirados perpetuos estarían los que crían mariposas para soltarlas en los bautizos; los que miran los estratos en las piedras y los barrancos, y ven flotar las montañas como nubes y cambiar de formas en el aire del Tiempo; los que ven joyas en las piedras de los caminos; y los que envían palomas mensajeras sin mensajes ni propósitos.
No sé si existan. Está dentro de lo probable que aún a Calder o a Picasso los haya atacado a veces la súbita falta de interés, el tedio. De lo que puedo dar testimonio, lo que sí me consta, es que yo lo recupero a ratos y, con asombrosa facilidad y sin siquiera darme cuenta, otra vez lo pierdo. Así ocurrió en mi casa de Chía, en el 2003:  
Cerré con doble llave la puerta del jardín,
apagué la luz que da a la calle, miré,
antes de pasar bajo el eucalipto pomarroso,
las estrellas.
En las acequias, las ranas.
¿Por qué no habría de oírlas yo, si las oyeron tantos?
¿Por qué no habría de oírlas yo, si las oyó Montale?
No lloré de contento, nunca fui sentimental. 
No me tambaleé aturdido de alegría hasta la casa. 
Pasé al lado de las achiras invisibles, y al lado
de una mata feraz cuyo nombre no me sé 
y tiene siempre caracoles. Y antes de llegar al portón 
las había ya dejado de oír y aún croaban.
Yo había muerto para ellas otra vez, había cedido,
me había derrumbado en la somnolencia total, 
había olvidado. 
Por fortuna la muerte es apenas provisional y dura poco. De repente, como emergiendo de la sordera más profunda, oigo una motocicleta lejana, canta un grillo.

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