12 de diciembre de 2011

Elogio del club sándwich

El célebre periodista argentino Jorge Lanata se la pasa viajando pero detesta la comida típica: disfruta como pocos el placer negativo de no comer las rarezas de las que cada país se ufana. Por eso se animó a hacer un elogio de su amigo de siempre, el que no lo abandona en cada hotel: el ya célebre club sándwich.

Por: Jorge Lanata

El momento llega, inexorable, como el destino. Ya terminó la conferencia o el encuentro, ya lograron hacerte quince entrevistas en las que te preguntaron quince veces las mismas cosas que en los últimos quince años. Ya pusiste tu cara número 26, y tu sonrisa especial 4, y tu cara de imbécil 2, 3 y 5; ya te hicieron todas las fotos posibles y exprimieron hasta el fondo lo poco que quedaba de tu alma al llegar, ya sucedió todo eso cuando siempre, con la precisión de una guillotina, se va ordenando un grupo supuestamente espontáneo pero por el que han peleado más que por unas plateas en el Radio City y todos ganan la calle, y sopla un viento de aire puro y entonces llega lo peor: alguien sugiere “ir a comer algo típico”.

Odio las comidas típicas. Odio la idea de “típico”. No es un problema de discriminación, ni de supremacía blanca, ni de complejo de superioridad urbano. Odio las comidas típicas de donde sea. Es cierto que hay excepciones, pero en general son potajes misteriosos en los que mejor no preguntar qué es eso que flota y que, si se los engulle empujado por la cortesía, lo más probable es que pases luego dos o tres días completos cagando agarrado del toallero de tu baño.

Eso, o que lo que suplicaste “no spicy” te haga llorar como un huérfano porque lo que ellos imaginan como no spicy es lo que cualquier dragón consideraría picante.

Los caminos de la amabilidad llevan en cualquier caso al infierno: a veces sucede lo contrario, y te invitan a un restaurante argentino. Debería aclarar que uno viene de Argentina, es argentino y ha pasado gran parte de los últimos cincuenta años comiendo comida argentina. Las posibilidades de que un restaurante argentino en Montreal o Nueva Delhi o Bogotá sea bueno son inciertas; pero, en el mejor de los casos, uno volvería a comer la misma comida de los últimos cincuenta años.

El room service es la solución. El room service y la sinceridad; con los años me fui animando a negarme a la “típica” cena de camaradería con extraños posterior a las giras. Primero se lo hice decir a mi representante, luego lo he enfrentado por mí mismo, como si fuera adulto:

—Jorge odia ir a cenar después, discúlpenlo.

—Jorge está cansado.

—Jorge es un creído, argentino, hijo de puta típico que no quiere hacer migas con nadie.

Lo dije una vez en la radio, a los cuarenta y pico:

—Mi lista de amigos está cerrada, les agradezco pero no quiero conocer a nadie más. Conozco a demasiada gente.

Ya es tarde para ser embajador. Es probable que me haya perdido manjares increíbles pero también lo es que me he librado de platos horripilantes que hubiera tenido que tragar con una sonrisa. Pocas comidas más típicas en Asia que el tofu apestoso, o maloliente, un snack que acompaña casi todos los platos en los bares de China, Taiwán, Indonesia y Tailandia. El tofu huele a una mezcla de basura podrida y abono. Agradezco haberme librado del escorpión a la parrilla con guacamole, o de las hormigas colombianas con nachos y queso, y de los grillos salteados con brotes de bambú. He rechazado los sesos de mono servidos en su cráneo (el del mono) en Guinea, y tampoco probé los gusanos de maguey con mantequilla en México, esos gusanos amarillos y gorditos que ceden de inmediato a la pisada y largan todo su relleno con facilidad. No he comido escorpión de Toffee en China, ni sangre de cerdo en Hungría o gelatina de pie de vaca en Polonia.

El club sándwich es la viva imagen del Paraíso.

Solo, en el cuarto, con el aire acondicionado a full y el televisor sin sonido, con la valija a medio desarmar y vasos y ceniceros por todos lados, me pregunto si habré ganado o perdido amigos. Quizá ellos también me agradezcan por no haberlos acompañado, otra vez, a comer sus comidas típicas, sus propias y aburridas comidas de siempre.

—¡Mamá! —se queja el niño—. ¿Otra vez escorpión?

Argentino al fin, creo que tal vez me deben un favor, y no lo saben.