6 de enero de 2010

Opinión

Elogio del desplante

A finales del año pasado, la revista Rolling Stone eligió a Kid A (2000), de Radiohead, como el álbum de la década.

Por: Antonio García Ángel
Elogio del desplante | Foto: ANTONIO GARCÍA ÁNGEL

No puedo estar más de acuerdo. Radiohead es, de lejos, mi agrupación favorita; y Kid A, dentro de su discografía, es uno de sus más sólidos trabajos, al nivel del mítico Ok Computer (1997) y el más reciente In Rainbows (2007). El álbum es fruto de la crisis emocional y el bloqueo creativo que generaron en su vocalista y líder Thom Yorke la atención de los medios y los elogios de la crítica. La actitud de Yorke se volvió abiertamente hostil a la exposición pública.

El álbum, cuando salió al mercado, lo hizo sin un single oficial y sin videoclips. Los que esperaban más del lirismo desesperanzado y rítmico de las producciones anteriores se vieron defraudados por composiciones abstractas, marcianas, casi autistas. Mientras algunos críticos dijeron que era una obra maestra, un gran coro de voces protestó, entre ellos el novelista Nick Hornby en una reseña para el New York Times. Pero a pesar de las furiosas respuestas de la época, el tiempo les ha dado la razón. El grupo demostró que no se dejaba embelesar por las candilejas de la fama y que su compromiso estaba por encima del reconocimiento. Esa es la madera de los verdaderos artistas.

En la pasada entrega de los Grammy, Miley Cyrus, la estrella juvenil de Hannah Montana, quiso conocerlos y mandó a su mánager al camerino de Radiohead para decirles que la recibieran, que moría por ellos. La respuesta de Yorke y compañía fue "pero nosotros no queremos conocerla". Luego la peladita salió en un programa de radio diciendo que estaba muy ofendida por la "apestosa Radiohead" y ellos, en una declaración escrita, contestaron "cuando la niña crezca, se dará cuenta de que no tiene derecho a todo". Palabras más, palabras menos: no sea igualada. De igual manera rechazaron al rapero blandengue y pendejo Kanye West, que también quería conocerlos.

¿Por qué habrían los Radiohead, mientras se preparaban para entrar en escena, recibir a una actorzuela y un cantantucho de segunda? ¿Por no ser "picados"? ¿Porque "lo cortés no quita lo valiente"? Pues no. Considero que el desplante es, sobre todo, una declaración de principios. Habría que reivindicar el derecho al desplante como una forma de no traicionarse, de afirmar la individualidad y las convicciones. Además no se trataba de un desaire para un pobre fan que pretendía el autógrafo en un disquito: se trataba de gente famosa y narcisista que se creyó con derecho a ser recibida por ellos. El desplante que cuenta, el que defiendo, no es la soberbia del poderoso contra el inerme, sino la respuesta digna frente al igual —al menos en reconocimiento— o al de más arriba.

Es famosa la anécdota de William Faulkner, contada en Life Magazine del 20 de enero de 1962, de cuando el presidente Kennedy lo invitó a la Casa Blanca para agasajarlo por haberse ganado el Premio Nobel. Faulkner declinó con la siguiente frase: "Dígale que estoy muy viejo para viajar tan lejos solamente para cenar con un extraño". Y también está la historia de cuando Salvador Dalí, a sus 22 años, fue expulsado de la Escuela de Bellas Artes de Madrid por declarar, frente al tribunal de profesores que examinaría su trabajo, que se trataba de "tres ignorantes catedráticos" para nada dignos de opinar sobre sus cuadros.

Si en el arte hay bastante tela de dónde cortar, la política tiene maravillosos ejemplos de insolencia. El mejor, a mi gusto, es la anécdota quizá falsa que cuentan del filósofo griego Diógenes. Estaba Diógenes tomando el sol cuando llegó ante él Alejandro Magno. Alejandro, en un acto de admiración y deferencia, le preguntó en qué podía servirle. Diógenes le respondió que se hiciera a un lado porque le estaba tapando el sol, acto seguido le aclaró que no necesitaba nada más. Otro caso, este sí comprobado, de incólume dignidad, fue cuando el primer ministro vietnamita Le Duc Tho se negó a compartir el Premio Nobel de la Paz con el pérfido secretario de estado norteamericano Henry Kissinger, en 1973, luego de que terminara la guerra de Vietnam.

Por eso, en este país obediente, arrodillado, cabizbajo, me sigue gustando que Álvaro Uribe se hubiera quedado con la mano estirada frente a la estudiante que le regaló el huevo. Un gesto que en su momento tantos criticaron. Quizá esa sea la única forma de oposición que, por fortuna, todavía nos queda.

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