16 de noviembre de 2004

Elogio del viejo verde

El viejo verde es uno de los personajes más odiados de la humanidad. No se le perdona que a su avanzada edad siga moviéndoles el piso a las mujeres. Eduardo Escobar, valiente, asume su defensa.

Por: Eduardo Escobar

Siempre habrá un viejo verde en alguna parte disputando con la dorada juventud los halagos del jardín de la vida, con más o menos método, con más o menos éxito. Solo cambia la percepción, según los prejuicios de la época, del ilustre fenómeno cromático. Tan antiguo como la humanidad.
Las estadísticas afirman que el número de los viejos verdes que hoy viven y colean por este mundo supera el de todos los viejos verdes que en el mundo fueron desde la invención de la escritura. El mundo envejece.
Fue mediando el siglo anterior cuando se exacerbó el culto moderno de la juventud, que suele ser mito de culturas en decadencia. Antes de los antibióticos, los progresos de la higiene, los insecticidas y la medicina preventiva, la juventud y la vejez guardaban un saludable equilibrio. Decesos y bautizos. Pero en los años sesenta, el planeta palpitó de repente en la tónica de una primavera que pareció inextinguible. Y proliferaron los adolescentes. Guirnaldas, guitarras, palomas, camisas rojas, desde Chinchiná hasta la China y la Conchinchina.
Los viejos, con sus sabidurías arrugadas, se vieron desplazados a las regiones cenicientas de la culpa. Envejecer había dejado de ser una gracia divina, un don raro como la sabiduría. La experiencia y la memoria se volvieron sospechosas. Y la mayoría de edad provocó un pavor infame. Muchos jóvenes salidos de las tribus de los niños de las flores, antes de cruzar el umbral de la madurez, prefirieron pegarse un tiro justificados por la responsabilidad consigo mismos. O se colgaron de sus bufandas de mariposas.
La juventud, nosotros, los jóvenes del día, con la arrogancia de la edad probamos incluso una mística de la piel en sazón, una metafísica del goce infantil: inocente perversidad eclesiástica donde la vejez no cambia. Eran los tiempos aurorales del Hombre Nuevo. De renovar la Tierra, sin la ayuda de las razones de los mayores, deleznables y peligrosas. De reinventar el amor y la vida. El poeta del empeño fue un vidente: Rimbaud.
Los antibióticos, la higiene, los insecticidas y los médicos protegieron aquellos alborotos. Pero no cesó el trabajo desequilibrante de la técnica. Aquellos jóvenes bien nutridos y aperados con el juego completo de las vacunas envejecieron, como es natural en los jóvenes, en un ambiente propicio.
Es decir, los que no se suicidaron pararon en abuelos. Y los profetas jipis colgaron los collares detrás de una puerta oscura. Y se convirtieron en yupis. En frutos avergonzados del desengaño de un sueño, y de la conciencia a medias falsa de haberse hecho a un pasado de comedia.
Las piojosas comunas, las rebeliones urbanas, las revelaciones de los venenos sintéticos salidos de los santos laboratorios. LSD. STP. DMT. La propuesta filosófica de Marcuse de un mundo erotizado a punto de traspasar el límite de la necesidad a la libertad. Las canciones de cuna de los Beatles. El berrinche de los himnos de protesta de la izquierda frenética. Todo expresó un narcisismo pueril. Y sin que nadie quisiera la turba feliz desembocó en una masa de viejos usados a fondo, que vegetan alimentando pinches nostalgias en la plazas de la antigua revuelta, mantenidos por la gracia de Dios y los estados sobrecargados con sus obstinaciones y sus achaques.
Cuándo se volvió el mundo viejo, nadie sabe. Se sabe que los viejos verdes, vetustas costumbres aceptadas entre los patriarcas bíblicos y en la Atenas de Pericles, se convirtieron para la modernidad en caso clínico y para la posmodernidad en alarma estadística. En tiempos de David y de la Sulamita, el viejo era sagrado. Y el viejo de vida alegre fue a lo sumo un escándalo feliz o un hecho poético memorable.
Todos hemos conocido treintañeros secos como estropajos. Y viejos radiantes más allá del señorío de la juventud. El viejo verde militante no resiente los años que carga. Siempre habrá viejos verdecidos con gallardía y sin remordimiento. Y jóvenes que dejaron oxidar el tesoro a destiempo. Aunque, por otra parte, afirmar como el best seller que la vida empieza a los cuarenta, que envejecer no es deteriorarse, que las incomodidades de los viejos -y las viejas- son meros síntomas de actitudes mentales incorrectas, es el consuelo de plomo de los tontos. Los procesos del envejecimiento nos deslizan sin remedio hacia la invisibilidad de los arcángeles y nos arrastran al reino sigiloso de los minerales.
Los futurólogos esperan más y más viejos en el futuro. Ya ahora, como en tiempos de Bob Dylan imperaban los jóvenes orgullosos del desgreño, los tatuajes y las aureolas del humo de su marihuano, pase el número de los viejos, incluidos las viejas y los viejos verdes, sobre la economía planetaria. Y claro, hay más viejos verdes, es decir, con más deseos sensuales que recuerdos pasos.
Gerardo Reichel Dolmatof atestigua, me acuerdo, la costumbre kogui de entregar los muchachos a las ancianas que los inician en los misterios de la sexualidad. Cronistas de Indias testimoniaron, al contrario, naciones cuyos decrépitos chamanes se encargaban de desflorar a las muchachas. Tal vez el mañana, en el eterno retorno de las cosas, verá la revaloración de la autoridad y de la belleza recóndita de la experiencia de la edad.
En la obra maestra de Vladimir Nabokov, Lolita, un inocente cincuentón se deja tentar por una nínfula perversa y desmañada. El viejo verde de Nabokov, activo, irónico y pletórico de ternura, no se compara con los viejos platónicos y tristes del burdel de las bellas durmientes de Yasunari Kawatawa, que reeditó en homenaje de admiración y ritmo de tango la última novela de García Márquez.
Nuestro tiempo cuenta con una larga lista de viejos verdes eminentes como Chaplin, cuya inclinación a las ninfetas fue legendaria. Como Picasso, que les sacaba tiempo a sus jóvenes amantes para pintar a sus sinuosas esposas. A Henry Miller, octogenario, la vida le concedió el regalo frutal de una adolescente oriental. Y a Marlon Brando. Hasta Woody Allen tuvo su Sulamita, como un David con anteojos de lechuza. Todos viejos. Ricos. Y verdes. Es más fácil para los ricos, como muchas cosas, ejercer de viejos verdes.
Una milonga famosa de Francisco Canaro, canta Carlos Roldán, si no me embotó la memoria el oído, hace este retrato ridículo en dos trazos. Betún en el bigote. Y tintura para el pelo. E invita al viejo verde, de regreso de una cita venturosa, venturosa apenas disminuye el aspecto negativo, a meterse en la camita, a tomar la pildorita y a aplicarse la ventosa.
Pero el viejo verde no es el viejo lamentable que se disfraza. El narcisista herido. Aquel conserva en el fondo los ideales de la infancia. Por algún motivo sagrado, el Profeta ocultó a los gateadores de la casta Susana el magno secreto: solo entrarán en el Reino de los Cielos los niños. y los viejos verdes.
Hace años mi hija me reprochó: Pa, anoche le arrastraste el ala a una amiga mía. Yo le dije: Hija, ya olvidé cuándo me convertí en viejo verde. Pero no tengo más remedio que seguir en mis trece, hasta que San Juan agache el dedo. Ella debió comprender. Porque me miró sin compasión. Y me encimó, con la generosidad propia de nuestra familia extendida, el teléfono de su angelical compañerita llena de pecas como un cielo estrellado en pleno día, menos en la región alrededor del sol negro del ombligo. Quiere que la llames esta noche. Agregó. Y yo pensé: otra que sabe que es mejor la carne a la brasa, que purifica, que a la llama arrebatada que carboniza. Aló.