13 de mayo de 2010

Pecuekipedia

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

A diferencia de cetrino y forúnculo, la palabra pie se ajusta a su designación, es un golpe contundente y monosílabo, como si de un envión hubiéramos quedado sembrados en el suelo. Incluso en sus enfermedades, el pie tiene eufonía, con resonancias culinarias como sabañones, callos y hongos, y otras no menos sonoras y sugerentes, que podrían sonar a dúo de payasos estilo Tuerquita y Pernito, como pecueca y juanetes. Las enfermedades bien podrían ser títulos de novelas: uñas encarnadas (novela romántica decimonónica, o bien saga de vampiros), pie de atleta (de algún autor inglés muy moderno, traducido y publicado por Anagrama), espolón calcáneo (novela de mar, por supuesto) y pie zambo (novela sobre el esclavismo español en América Latina). Podemos glosar algunos títulos reales como La mujer que tenía los pies feos, de Jordi Soler, o Aquiles pies ligeros, de Estefano Benni. Oh, los pies, tantas metáforas los involucran, como andar con pies de plomo o tener los pies en la tierra, levantarse con el pie izquierdo, poner pies en polvorosa, salir con los pies por delante, estar al pie del cañón o en pie de guerra. O meter la pata, si ensanchamos.

Pero ocupémonos de ese hedor inhumano, un poco lácteo, que caracteriza a la pecueca. Quizá porque la chucha siempre está más cerca de nuestra nariz, no la dejamos avanzar tanto como la lejana pecueca. Mi primer recuerdo de una pecueca invasora y siniestra viene de cuando tenía unos nueve años. Vivíamos en un apartamento enfrente de Cosmocentro. Mi abuelo tenía un trabajador de la finca al que le decían ‘Secretario Chorizo‘, quien por alguna razón se quedó a dormir una noche en el sofá de nuestra sala. En algún momento empezó a oler a queso podrido. Para ser más exactos, era como si un queso se hubiera muerto y llevara dos meses pudriéndose dentro de nuestra casa. Después de inspeccionar, mis padres descubrieron que los fétidos efluvios provenían de las patas de ‘Secretario Chorizo‘. Lo mandaron a lavarse pero de nada sirvió. Mi papá, que estaba determinado a combatir la pecueca de ‘Chorizo‘ y podía llegar a ser bastante salvaje, echó ACPM y roció Baygón en los pies del pobre tipo. No recuerdo bien, pero creo que mi mamá lo detuvo antes de que les prendiera fuego.

Más o menos a mis quince años me compraron unos Reebok blancos que usaba sin medias, como rezaba la moda caleña de la época, y jamás me quitaba. Adquirí una pecueca venenosa, malsana, con mil veces el poder destructor de la que tenía ‘Secretario Chorizo‘. Mientras él era un pinche tote callejero, yo era Hiroshima y Nagasaki. La mía era una adolescencia difícil, estaba atravesando mi etapa de iconoclasta outsider, y por ello me había blindado a las críticas, incluso a las súplicas de mis papás. Mis pies eran un par de zorrillos sobre los que me apoyaba, que solía enfundar en aquellos Reebok que servían de barrica para fermentar el buqué de mi pecueca, el estandarte de mi rebeldía.

Era Semana Santa y nos fuimos a Puerto Rico. El jueves estuvimos toda la tarde en la playa. Yo metí mis pies al mar y debí matar cientos de animales marinos. Luego volví a calzarlos en mis Reebok y nos fuimos a misa, pues a mi madre le había dado porque estábamos pasando muy rico y debíamos darle gracias a Dios. En medio de la eucaristía, el cura nos anunció que necesitaba a doce voluntarios que pasaran adelante y reprensentaran a los doce apóstoles mientras él, como Jesús, nos lavaría y nos besaría los pies. Mi familia, con conocimiento de causa, me candidatizó. Fue imposible escapar. Nos sentaron en un semicírculo, de cara al público y nos hicieron descalzar un pie. Por el momento, había doce sospechosos y ningún culpable. El cura venía con una jofaina y un trapo, le echaba un poco de agua a cada pie y luego le estampaba un beso. Cuando llegó al mío, su rostro adquirió una tonalidad verdosa, me miró con odio —jamás olvidaré esa mirada—, me echó agua un par de veces y me restregó con mucha fuerza. Luego acercó sus labios y, disimuladamente, echó el beso en el aire. Estoy seguro: jamás se le volvió a ocurrir semejante idea. Debió pensar que yo era el mismísimo Anticristo. Mi familia, sentada en una de las bancas, se retorcía de la risa.

Cuando regresamos del paseo, boté los zapatos, empecé a echarme talco y a usar medias.