21 de mayo de 2001

Humildad

En nuestro afán por exaltar lo ‘humildes’ y ‘emprendedores’ y ‘recursivos’ que somos, pasamos a sentirnos, sin previo aviso, la última Coca–Cola del desierto.

Por: Eduardo Arias

El discurso de la colombianidad, que sale a relucir en los tiempos difíciles y del que echamos mano para sobreponernos, se basa en una piedra angular: la humildad. Qué paradoja. Nos sentimos especiales porque somos humildes. Los arrogantes son otros: los argentinos, los europeos, los gringos, los que nos pongan enfrente.

Nosotros somos unos verracos porque nos criaron con aguadepanela mientras que a los otros desde la cuna los atiborraron de cereales, leche, pan y miel. Nuestros triunfos siempre son el fruto “de la humildad y del trabajo”.

Somos humildes pero además somos emprendedores, madrugadores y trabajadores. Y latinos, Caribe, rumberos, somos bacanes, recursivos, vivimos y dejamos vivir, somos muchos más los buenos que los malos, somos Gabito, somos Shakira, somos Patarroyo, somos Montoya, somos Botero, somos Betty, la fea.

Hasta ahí, todo muy bien. Pero la retórica que tanto nos enaltece comienza a torcerse cuando ese fanático y desquiciado culto a la humildad nos hace sentirnos, tal vez sin darnos cuenta, superiores al resto de la humanidad. En nuestro afán de exaltar lo humildes y emprendedores y recursivos que somos pasamos a sentirnos la última CocaCola del desierto.

Y qué mejor ejemplo que la primera estrofa de la canción Soy colombiano, de Rafael Godoy: “A mí deme un aguardiente/ un aguardiente de caña/ de las cañas de mis valles y el anís de mis montañas/ No me den trago extranjero/ que es caro y no sabe a bueno/ porque yo siempre quiero/ lo de mi tierra primero/¡Ay, qué orgulloso me siento de haber nacido en mi pueblo!” Algo falla. Porque de la humilde exaltación de “las cañas de mi valle y el anís de mis montañas” pasamos, sin previo aviso, a declarar con petulante arrogancia que lo extranjero “es caro y no sabe a bueno” y rematamos con que un acto de absoluto azar (nacer aquí o allá, eso no lo decide uno) es motivo de orgullo supremo.

Una cosa es valorar lo que nos identifica como Nación: diversidad cultural, biodiversidad, la solidaridad que es pan de cada día en los sectores populares, el ciclismo, la arquitectura, mil cosas más. Pero otra es creer que algo es bueno por el sólo hecho de ser colombiano: orgullosamente colombiano, esfuerzo colombiano, ciento por ciento colombiano para colombianos.

Y cuando nos dejamos llevar por esa exaltación desmedida del terruño nos volvemos violentos. Quienes más asumen el cuento de la colombianidad muchas veces suelen adoptar actitudes de hooligan. Y eso no es coincidencia. Un estudio que realizó la Universidad de Georgia mostró que la mayor incidencia de comportamientos hostiles se encontró en gente con autoestima alta. Es decir, los que se creen el cuento. “Los sicópatas tienen una idea muy favorable de sí mismos, así como pandillas y grupos violentos que sienten sobre ellos una aureola de superioridad”. Tal vez sea un mecanismo de defensa extrema, propio de las sociedades que se sienten señaladas y agobiadas por el infortunio y la incertidumbre. Tal vez, tratamos de encontrar esa famosa “luz al final del túnel” cuando, después de cada tragedia, invocamos a Shakira, a Llinás, a Carlos Vives.

Dos ejemplos del fútbol, que se han convertido en espejo supremo de la colombianidad: la eliminacion de América de Cali en Copa Libertadores y la derrota de Colombia ante Argentina.

Los del América estaban tan seguros de su triunfo ante Rosario Central que —a nombre de la humildad y el trabajo— comenzaron a hacer jugadas típicas de los sobradores. Quienes tienen la fama de arrogantes, en cambio, no dejaron de luchar, remontaron el marcador y terminaron de un plumazo ese “fruto del esfuerzo, de la humildad y del trabajo”.

Los que más hablaron antes del partido de Colombia ante Argentina, los que más se autoproclamaron la última Coca–Cola del desierto (Rincón, Asprilla) fueron quienes peor jugaron. En cambio, los arrogantes y prepotentes argentinos, que desde hace medio año tienen más que asegurado su cupo al mundial, jamás bajaron los brazos, jamás se desconcentraron, jugaron los 90 minutos con esa humildad que —ilusos nosotros— en nuestros delirios retóricos aún creemos que es patrimonio exclusivo nuestro.