12 de julio de 2015

Entretenimiento

Un mes fumando sin miedo

Todo el mundo está hablando de los cigarrillos electrónicos y otros dispositivos similares. Un periodista, fumador empedernido, nos cuenta su experiencia con IQOS, uno de los nuevos gadgets del mercado.

Por: Camilo Segura Álvarez
| Foto: 123

Tengo 30 años y desde hace 16 soy adicto al tabaco. Más de la mitad de mi vida he fumado cigarrillo. Al final de cualquier comida, tras el nacimiento de mi hijo, en cualquier actividad, nimia o trascendental, he estado acompañado de un pucho. Sé que me estoy matando. He tratado de dejarlo de varias maneras: con chicles, con cigarrillos electrónicos, a punta de fuerza de voluntad. Pero no lo he logrado. He parado de fumar dos semanas, tres meses en el mejor de los casos, y nada parece funcionarme. Me ha faltado decisión. Es una dependencia.

 La angustia acecha diariamente. ¿Por qué diablos no logro abandonar un vicio improductivo y dañino? ¿Qué ansiedad o angustia enmascaro en el humo? ¿Por qué me cuesta vivir sin fumar después de comer o mientras me tomo un tinto o un trago? ¿De verdad se trata de un placer? Nunca obtengo una respuesta que me empuje a dejarlo de raíz o a asumir de una vez por todas que soy un fumador empedernido al que no le interesan las fatales consecuencias de meterse entre medio paquete y un paquete entero de cigarrillos al día.

 No estoy listo para dejar de fumar, pero me aterra seguir haciéndolo. Esa es la posición más frustrante y autocomplaciente, pero es la mía y estoy seguro de que es la condena silenciosa de la mayoría de los enfermos de tabaquismo. No estoy descubriendo nada ni confesando algo extraordinario. Lo sabemos los fumadores y, obviamente, quienes están metidos en el negocio.

 Pues bien, desde hace un mes uso un aparato que se acopla a las aguas tibias del fumador promedio. Se trata del IQOS, un híbrido entre un insulso vaporizador de nicotina y un producto de tabaco tradicional, cuya principal virtud es la promesa de reducir al máximo la toxicidad comparado con el cigarrillo tradicional. Al final, compré la promesa de reducir los daños del envenenamiento a la misma empresa que produce el veneno.

La primera vez que vi a alguien usar este aparato fue en una cita de trabajo. Mi entrevistador empezó a inhalar un vapor más liviano que el que emana cualquier vaporizador de nicotina saborizada y que, a un metro de distancia, era inodoro. Le pregunté de qué se trataba, y me contó que era un producto que, en esencia, calentaba el tabaco en lugar de quemarlo. De ahí su beneficio, explicó: no hay combustión y, por lo tanto, no hay humo (la Sociedad Americana contra el Cáncer asegura que en el humo del cigarrillo hay, aproximadamente, 7000 sustancias químicas, de las cuales 70 son efectivamente cancerígenas).  

Indagué un poco más y encontré que el IQOS, en lugar de llevar el tabaco a temperaturas de hasta 800 grados centígrados en las que se da la combustión y se libera la gran mayoría de los químicos potencialmente dañinos, lo calienta a un máximo de 350 grados, lo que produce vapor y reduce drásticamente la liberación de elementos tóxicos. De acuerdo con sus creadores, Philip Morris, además de proporcionar la misma cantidad de nicotina que un cigarrillo convencional, este dispositivo reduce entre el 90 y el 95 % la toxicidad del aerosol, comparado con el humo de los cigarrillos. Para mi sorpresa, en el caso de los cigarrillos electrónicos en general, esa fue la misma cifra a la que llegaron organismos como el Royal College of Physicians, una prestigiosa institución médica y educativa británica cuya misión es monitorear y mejorar las prácticas médicas. Para el caso particular de IQOS, la evidencia científica que respalda la potencial reducción de riesgo está siendo validada por la Food and Drugs Administration (FDA), la entidad encargada de la regulación de los productos de tabaco en Estados Unidos.

En mi investigación descubrí también que hay otros artefactos que, con tecnologías diferentes, pretenden reemplazar la sensación de fumar. Estos son, en su mayoría, cigarrillos electrónicos o vaporizadores de diferentes marcas, de varios tamaños y con todo tipo de sabores que producen mucho más humo del que uno quisiersa.

 El caso es que durante las dos semanas siguientes a mi primer encuentro con el IQOS, descubrí que tres conocidos, fumadores empedernidos como yo, se habían animado a probarlo y lo venían usando diariamente. Entonces, llevado por el capricho de querer fumar sin matarme, conseguí la referencia de una vendedora. La llamé. Me dijo que no lo podía conseguir en una tienda cualquiera porque su venta era personalizada, para explicar bien el funcionamiento del aparato. Al final, acordé una cita con ella.

El servicio personalizado me dejó satisfecho. Más allá de que la vendedora usaba el gadget, todas las dudas que tuve sobre la investigación científica que sustentaba al IQOS fueron resueltas, y durante cinco minutos me capacitó sobre su uso. Me explicó también cuáles son las tres referencias de lo que ella llamaba “consumibles” o Heets —esa es la marca con la que se identifica el tabaco que funciona en el dispositivo— para saber cuál se adaptaba mejor al sabor de cigarrillo al que venía acostumbrado.

 La sensación es notoriamente distinta: el sabor del más fuerte, el que escogí, me pareció más seca que la de un cigarrillo y la cantidad de vapor no es comparable con el humo que exhalo al darle un pitazo a un cigarrillo. No obstante, al dar una calada larga, la cantidad aumenta ostensiblemente, así como el picor en la garganta.  

 Usar este dispositivo es más engorroso que fumar cigarrillo convencional, pues para saciar la necesidad de nicotina hay que tener a mano tres cosas. La primera es el calentador, un aparato en forma de esfero que alberga una cuchilla de cerámica controlada por un microprocesador, que asegura que la temperatura no exceda 350 grados centígrados. La segunda es el “consumible” para insertar en el calentador, que viene liado en un papel especial, prensado con agua y aluminio de tal manera que no se pueda utilizar como un cigarrillo convencional. Por último, está un cargador o minipocket, ligeramente más pequeño que un celular, donde se debe alojar el calentador cada vez que se acaba un “consumible”, y que, después de haberlo utilizado durante dos días o haberle dado 20 usos, se recarga, precisamente, como un celular, conectándose a una fuente de electricidad mediante un adaptador.

 La experiencia ha sido una prueba de paciencia, fumar se me convirtió en un acto insoportablemente ceremonial. Primero, hay que sacar el calentador del minipocket; después, insertar lentamente el tal “consumible”, sin torcerlo ni forzarlo, pues podría dañarse la cuchilla calentadora. Luego, se debe presionar el botón de encendido y esperar 16 segundos hasta que la luz verde del botón deje de titilar y quede estable; esa es la señal de que se ha calentado lo suficiente y está listo para usarse. Hasta ahí, ha pasado medio minuto, medio minuto en el que uno ya tomó la decisión de usarlo y no ha conseguido meterse nada a la boca.  Por fin, viene la inhalación. Un “consumible” alcanza aproximadamente para 15 caladas o 6 minutos, lo que primero ocurra. Cuando quedan 20 segundos de uso, o dos bocanadas de vapor, en su defecto, la luz verde cambia a rojo y, finalmente, se apaga.

Probablemente, en ese punto, uno no ha fumado lo suficiente y el aparato lo deje viendo un chispero. Con el cigarrillo convencional, uno cree que, mientras menos fume, menos tabaco se consume, de tal manera que si se enredó en una conversación, o en cualquier cosa, sabe que el puchito le dará cierto margen de espera. Con este gadget no pasa igual, es tirano. Tiene una cantidad de caladas, un tiempo determinado, es un vicio cronometrado. Un calvario para el frenetismo de la adicción.

 El IQOS también es un enemigo para la manía de prender un cigarrillo tras de otro, esa que da en los momentos de empute, miedo, o en el clímax etílico de la fiesta. Es imposible prender un Heet inmediatamente después de terminar otro. Cada vez que se utiliza el calentador hay que dejarlo cargar por cuatro o cinco minutos en el minipocket antes de volver a usarlo. Entonces, si he dejado el minipocket lejos, o si el estrés y la compulsión no dan espera, busco un cigarrillo convencional. Es la verdad. En esas ocasiones pesa más la ansiedad de fumar que el “pajazo mental” de que me estoy matando un poquito menos.

 Podría decir que, en estos 30 días, la proporción de consumo entre el IQOS y los cigarros comunes ha sido de 80-20. Y sí he percibido diferencias: me carraspea menos la garganta, siento menos fatiga al desarrollar actividades cotidianas y, especialmente, que mi cuerpo y mi ropa han dejado de oler a chicote, gracias a que el vapor genera menos olor y muchas veces es imperceptible. Incluso, el justificado desprecio de los no-fumadores se desvanece cuando lo uso frente a ellos.

Y aunque pienso seguir usándolo, lo tengo claro: sigo preso del vicio. La diferencia es que ahora puedo capotear las dosis de culpa, miedo y vergüenza que vienen y van con cada bocanada.

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