20 de octubre de 2004

La fe fea

Por: Antonio García Ángel

Hace poco, en una de mis tantas investigaciones inútiles, me topé con la noticia de que en agosto de 1999, el distrito escolar de Kansas votó a favor de que las alusiones a la Teoría de la Evolución fueran suprimidas de los programas científicos de todo el estado. "Nuestros sistemas escolares enseñan a los niños que no son otra cosa que monos pretenciosos", declaró el representante de Texas, Tom DeLay, en un apasionado discurso ante el Congreso; él y sus seguidores pretendían que en su lugar se enseñara como una verdad científica la "doctrina de la creación", aquella en que Dios creó al mundo en una semana. Por fortuna, la decisión fue anulada en los tribunales superiores.
A mí me quedó la espinita y decidí averiguar cómo estaban las cosas en este país. Entré a la librería cristiana de mi barrio y le dije a la vendedora: "Deme dos libros de enseñanza, los más retro"; ella no era teóloga, pero conocía sus productos y me recomendó dos. El primero de ellos era El catecismo del padre Astete, que entre otras joyas dice: "Pecan contra el primer mandamiento (.) los que entran a sociedades prohibidas por la iglesia, como el comunismo". Cualquiera, por anticomunista que sea, debe oponerse a este planteamiento porque es tramposo: le da dimensión teológica a algo que es un método -bastante represivo, hay que decirlo- de manejar las finanzas de la sociedad, y porque, si dejan pasar esta, otro día a alguien se le ocurrirá que decir que quien esté a favor de Peter Drucker está en pecado, porque Dios está con Keynes, y ahí se les devolverá como un bumerán. Y porque la honestidad, como dice Calamaro, no es una virtud sino un deber. Y porque si uno le enseña así la fe a una persona, la va a dejar minusválida mental para defenderse de la gente inteligente que le va a rebatir sus creencias. También dice el padre Astete que "además de los protestantes, los enemigos más peligrosos de la Iglesia católica son: el ateísmo y el satanismo"; tal parece que ser protestante viene a ser la misma cosa que satánico, porque poco antes dice: "La Iglesia protestante, llamada también evangélica, la forman más de 666 sectas que niegan verdades muy importantes de la religión católica." Esta es una forma de pensar paranoica y prejuiciosa, y quienes promuevan este tipo de pensamiento no deben sorprenderse de que, al otro lado del globo, haya gente dispuesta a estrellar un avión lleno de pasajeros contra las Torres Gemelas con argumentos más o menos parecidos.
El otro libro es uno de Tomás de Kempis que se llama La imitación de Cristo. Este da el siguiente consejo en el capítulo 8, Cómo evitar la excesiva familiaridad: "No tengas familiaridad con ninguna mujer, pero encomienda a Dios todas las mujeres buenas". Y advierte en el capítulo 20, Amor a la soledad y el silencio: "Todo deleite sensual se desliza blandamente, pero, al cabo, muerde y mata"; o, en el siguiente capítulo, acerca de la Compunción de corazón: "Si deseas progresar en algo, consérvate en el temor de Dios y no quieras ser demasiado libre; refrena con severidad todos tus sentidos y no te abandones a las alegrías indecorosas". En mi edición, un padre llamado Gustavo Vietti hace una introducción muy honesta aclarando que el libraco, por ser escrito en el Medioevo (es decir, hace siglos), debe mirarse con afán arqueológico, pues está hecho desde el temor que producía la separación entre lo intelectual y las cuestiones de fe en esa época: "Es así comprensible la reacción teñida de cierto antiintelectualismo" del libro y, lo más importante, aclara que se trata de un manual escrito por un monje para los otros monjes, un manual para la vida de monasterio (por eso lo de estar lejos de las mujeres, supongo). El del Padre Astete, en cambio, viene así, cháquete, sin advertencias de ninguna clase. Ambas ediciones son nuevecitas, una de ellas, impresa este mismo año. Y creo que, ya que se consiguen y se siguen imprimiendo (el de Astete es la vigésimo tercera edición), puede haber algún colegio por ahí o universidad o plantel de esos que deben promover el desarrollo de la inteligencia, embruteciendo a la gente con la enseñanza dogmática de estos textos.
Ambos libros los puede comprar y aplicar en su vida personal cualquiera que le venga en gana y crea en ellos, ni más faltaba; lo contrario sería coartar el libre desarrollo de la personalidad. Pero enseñárselos a niños y adolescentes (que no son monjes ni deben comportarse como tales) también es coartar el libre desarrollo de la personalidad, y es mal hecho, porque el mundo hace rato que dejó de ser así, y la fe se estimula también con libertad y, sobre todo, con buenos argumentos.