12 de junio de 2008

Entretenimiento

La pereza de tener hijos

Y sí, no me importa que de viejo no tenga quién carajos me cambie los pañales. Con tal de no tener que cambiárselos a ellos ahora, prefiero seguir coleccionado condones de promoción a la entrada de cada evento.

Por: Karl Troller
| Foto: Matador

¿Solo para que de vez en cuando digan una frasecita divertida? Nooo, gracias. Y sí, no me importa que de viejo no tenga quién carajos me cambie los pañales. Con tal de no tener que cambiárselos a ellos ahora, prefiero seguir coleccionado condones de promoción a la entrada de cada evento. (Cómo identificar a un padre de familia colombiano)

¿Que los niños vienen de París? Pues me cago en las cigüeñas. No estoy preparado para asumir en mi vida una etapa escatológica de mínimo seis años. Si tuve la mía, no me acuerdo. Salvo alguna vez que llamaron del colegio a mi mamá para que me recogiera porque me había hecho en los pantalones. Pero tres mil días mal contados en contacto permanente con heces fecales y fluidos gastrointestinales es algo que solo un papá podría soportar. O un bacteriólogo. ¿Echarle talquito y pomada Cinco en la colita? ¿Enseñarle a limpiarse el culito? No me jodan.

Y no es porque los niños no dejen dormir, mis vecinos tampoco me dejan. Es porque mis noches de insomnio no las pienso desperdiciar calentando teteros sino fumando cigarrillos y oyendo boleros o jazz o cualquier cosa o simplemente nada.

A lo largo de todos estos años he cultivado pacientemente una neurosis que no estoy dispuesto a sacrificar fácilmente por el placer de ver en piyama treinta veces seguidas el mismo especial de un dinosaurio morado cantando y bailando como idiota. Odio las canciones infantiles. Son como para tarados mentales. Los niños se merecen algo mejor. Y no las quiero sonando todo el día hasta por los parlantes del carro. Es más, no quiero tener en mi vida una de esas camionetas de superpá. ¡Que cojan taxi mi señora y los niños, como quiera que se hubieran llamado! Porque eso es otra. ¿Cómo ponerles? No quisiera tener que cargar toda una vida con la culpa de haberles puesto un mal nombre como José Obdulio o Luis Eladio o Abdón o Teodolindo. Uno con un perro puede llegar a equivocarse y ponerle Pitufo. Pero ¿De Ávila?

Ahora, ¿cómo puede ser buena una fiesta sin trago? A estas alturas etílicas de mi vida, es difícil soportar una fiesta a punta de gaseosa y raviolis. Bastante con los payasos que hay ya en los semáforos como para tener que meterlos en la sala de la casa. Lo único memorable de esas fiestas eran los regalos. Pero como las psicólogas ya no dejan que uno les regale camiones del ejército, ni ametralladoras de agua, ni escopetas de balines, pues ni caso.



Entiendo que no debemos fomentar la violencia en los niños, para eso están los dibujos animados. Pero, ¿qué sentido tiene tener hijos si no es para, aunque sea, recuperar los juguetes que uno tenía? Seamos sinceros. La gente tiene hijos para poder comprar juguetes. Aunque hoy en día, con la expansión del mercado de juguetes sexuales, las cosas han cambiado. Uno ahora tiene novias para poder tener juguetes. Y no pienso repartir el presupuesto de los sexuales en estúpidos juguetes didácticos. No sirven de nada. Todo lo que alguna vez aprendí ya lo olvidé. Y no me interesa volver a cursar primaria y bachillerato haciéndoles las tareas. Por mí que mis hijos salgan burros, como yo. Bueno, de algo me acuerdo: el gato hace miau, el perro hace guau y el ornitorrinco hace... Siguiente pregunta. (El “papi” de su hija)

Ya que no está de acuerdo con la educación formal, señor Troller, ¿no debería aunque sea enseñarles a cruzar la calle, por ejemplo? Mmmm, si acaso a manejar como taxistas, a defenderse con una cruceta, leyes básicas de defensa personal. ¿Y a coger decentemente los cubiertos? ¡A ver si eso les sirve de algo en McDonalds, su segundo hogar! Los hijos deberían aprender cosas útiles. Como no tengo nada que enseñarles, no me interesa tenerlos. Y no me interesa porque no soporto los berrinches en los restaurantes. Ya es suficiente con el mal servicio. Tampoco me mamo las pataletas. Con las de mis novias tengo. No quiero odiar a mis hijos el resto de mi vida por regalarme pantuflas o pañuelos todos los días del padre.

No me atrae ni poquito pasar mis próximas vacaciones, en realidad mis próximas trece, en veraneaderos con piscina de olas de orines, ni quiero volver a ver ni escuchar en mi vida a un recreacionista. No tengo la paciencia para llevarlos al médico porque se partieron un bracito tratando de volar como Batman o al dentista porque se les enredaron los brackets jugando a ser Robin. Si es difícil para ellos, mucho más para un padre es tener que aceptar que sus hijos no son superhéroes. Ni superdotados. Ni supernada. Es un riesgo demasiado grande que no estoy dispuesto a correr. Disculpe, ¿es usted el papá de Naren Daryanani? ¿Yo? No, ¿por qué? Porque es mucha coincidencia que su apellido también sea Daryanani.

Qué le vamos a hacer. Todos los papás se sienten orgullosos de sus hijos. Y no quisiera tener que ver a los míos bailando bambuco disfrazados de campesinos o recitando una rosa cayó del cielo en una presentación de colegio porque ahí estaría yo, fijo, chillando y sorbiéndome los mocos de la felicidad. Y bueno, no sé, siempre he pensado que la felicidad debería ser otra cosa. Como por ejemplo tu mujer diciéndote: "¡Me llegó!". No tengo madera para sembrar árboles genealógicos. Por mí que talen el mío. (Test: ¿Es usted un hijo de papi?)

¿Hay peor cliché que el de un papá diciendo que haber tenido un hijo es la cosa más maravillosa que le ha sucedido? Pues bien, para mí, que no los he tenido, lo más maravilloso ha sido ver a los Rolling Stones. Y me daría una vergüenza enorme con Mick Jagger, con Keith Richard y conmigo mismo tener que desplazarlos del ranking por un culicagado berreando toda la noche.



No me malinterpreten, me gustan los niños. Especialmente los ajenos. Pero ya con el niño que llevo dentro es suficiente. Aunque una amiga dice que el que está atrapado en mi interior es en realidad el adulto. Con más veras. No hay cama para tanta gente. Y bueno, lo admito. No voy a tenerlos además porque quiero evitarles a los novios de mis hijas la jartera de tener que mamarse un suegro celoso. O, dicho de otra manera, quiero evitarles a mis hijas la jartera de tener que ir al funeral de sus novios.

Ahora, ¿quién los va a criar, quién los va a alimentar, quién los va a educar? ¿El Estado? No, yo. Pues lo siento, pero no se va a poder. No tengo un peso. La manía de estar comprando discos y libros ha echado al traste cualquier otro proyecto de vida. Tengo 46 años y si tuviera un hijo como quien dice ya —para lo cual me tocaría inscribirme como donante en un banco de semen—, tendría que trabajar hasta los 70 años para verlos graduados algún día de una universidad. Por un simple pedazo de cartón con la firma de un pinche decano es demasiado esfuerzo para tan poco beneficio. Y eso contando con que el pelado no salga vago como el papá, no se le ocurra entrar a la Nacional y escoja una carrera preferiblemente intermedia.

Dicen que todos los hijos vienen con un pan debajo del brazo. Pues bien, prefiero quedarme sin el pan. Y definitivamente sin el queso. (La carta de Pedro Santos a su papá)

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