10 de enero de 2007

Las mujeres no eran iguales

En un mundo que aspira al respeto por la diversidad es una catástrofe que estas muchachas paradigmáticas de la belleza contemporánea que se pasean por los centros comerciales sean tan parecidas. Casi todas repiten un arquetipo.

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

A veces tengo la sensación de ir por una pesadilla donde estoy cercado por carátulas de revistas perfumadas.

Antes las muchachas eran todas distintas. Y como no andaban mostrándolo todo a la luz del cielo, al desnudarse ofrecían una sorpresa propia cada una. Unas revelaban esas teticas que llamamos de huevo frito, ajustadas al torso, puestas sobre las costillas como los accidentes geográficos inventados en un jardín por un maestro japonés, y un pezón grueso y firme. Otras, unas teticas de perra alargadas como los chupones de ciertas flores. O vueltas al cielo, estrábicas, dijo De Greiff, de areolas blandas sin ser fofas y dulces sin ser empalagosas. Y había mamas pródigas que saltaban de los sostenes con euforia como el amanecer. Las que jugaban a la liberada, y pelearon con el sostén, un poco frígidas siempre, de orgasmos difíciles, tenían las teticas tristes, no marchitas, un poco caídas, con el encanto de las cosas probadas, o que probaron entregarse en un experimento militante.

Lo mismo pasaba con las caderas. Todas las muchachas las tenían diferentes. El culto del gran culo de hoy es una moda vulgar, que se complace en el exceso, demasiado instintiva para mi inteligencia de la hembra. Un subproducto del gusto por la salsa que no debe ser otra cosa que la ocultación del resentimiento de una tragedia racial. Algunos relacionan las nalgas opulentas con el triunfo de lo femenino y el arte de Rubens, apologista de la celulitis. Yo prefiero esa Venus de Boticcelli dejando el mar. Los senos discretos profetizan las nalgas perfumadas por la cabellera, modestas sin dejarse vencer por la fuerza de la espalda, y que presionan el Gran Secreto hacia el mundo complejo del deseo. Las caderas pequeñas difunden alrededor de la mujer una atmósfera lírica, y sus dueñas suelen ser sinceras y fieles. Las culonas son más básicas e inescrupulosas. Hay caderas que alumbran, y que deslumbran. Las caderas gastadas de las jóvenes madres, o las de las mujeres de edad media que fueron gordas en la adolescencia, inspiran una ternura insuperable ante la conciencia del paso del tiempo.

Y así pasaba con lo demás. Las muchachas antes tenían narices distintas. No las narices comunales de ahora, aguzadas como las plegarias de una religión falaz. Algunas tenían la nariz fuerte en la base, que subrayaba una personalidad, y reflejaba un alma propia, no prestada. Y había narices de rameras bíblicas, y de ventanas generosas, contentas de respirar, que recordaban una abuela negra.

Negar la belleza de ahora sería unir la estupidez a la ceguera. Hay algunas mujeres paralizantes en los medios, de largas piernas como ríos que bajan del imaginado Monte de Venus, y dientes que hacen obsoletas las perlas de los poetas antiguos, granizos que arden. Me traen nostalgias infantiles de las porcelanas que ponía mi madre en sus consolas para alegrarse la vida. Y de las estrellas de cine que inspiraron a mi generación nuestros primeros trabajos manuales. Pero lamento esas cabelleras de escaparate. Y me obligan a preguntarme por qué pretenden enmendarle la plana a la sabia Naturaleza, y se pusieron las teticas donde en mi tiempo las muchachas llevaban las amígdalas. Es el triunfo del plástico. Esas bolas de silicona que saltan detrás de las pieles ahora, donde antes iban los entresijos, falsas nalgas, falsas tetas, falsos mentones, dejan la impresión de abrazar una tula de pelotas de golf.

Las muchachas de ayer eran más excitantes. Porque parecían de verdad. Me dije. Cuando vi a María Constanza, la odontóloga antioqueña de las fotografías de La modelo no modelo del penúltimo SoHo. Si esa muchacha no es lo más parecido a una expresión del Bien, no sé qué es el Bien. En todo caso, me dieron unas ganas infinitas de ser bueno, decente y tierno cuando la vi. Y también me amargué. Porque sentí este disgusto enorme, que aún me dura, de no ser irresistible como Rodolfo Valentino.