17 de octubre de 2001

LIBROS

LIBROS

Pobby y Dingan
BEN RICE
Editorial Planeta
119 páginas

No todos los libros que llegan a nuestras manos reciben un trato justo. Muchos de ellos pasan inadvertidos frente a nuestros ojos, y sólo después nos damos cuenta de su valor cuando oímos comentarios elogiosos sobre alguno de sus personajes, o sobre su historia, o sobre un pasaje específico de una página ‘específica’. Con Pobby y Dingan sucede que, aunque es un libro con ya varios meses en el mercado, resulta imposible no recomendarlo. Porque es soberbio. Inolvidable. Campeón. Ben Rice, el autor, nacido en Devon (Gran Bretaña), no solamente logró escribir un libro al que no le falta ni le sobra una sola página, sino que alcanzó la difícil tarea de hacernos recordar la infancia sin recurrir a la charlatanería —cada vez más en desuso— de los finales felices de los cuentos infantiles.
Pobby y Dingan, que bien podría ser un cuento largo, es a la vez una linda historia de vida y muerte, de alegrías y tristezas, de amores y odios. La historia que nos presenta el autor habla de una niña (Kellyanne) que da la vida por sus amigos imaginarios (Pobby y Dingan), hasta que desaparecen en una mina de ópalos. Su hermano, entonces, debe emprender la búsqueda de los dos misteriosos amigos de Kellyanne, convocando a todos los habitantes del pueblo de Ligthning Ridge para que lo ayuden.
El final, inesperado pero esperanzador, es una prueba de que, a veces, hay que ser justos con los libros que llegan a nuestras manos, es decir, que en ocasiones no basta con un simple vistazo, pues entre sus páginas es usual que se esconda el espacio perfecto para darle largas a la imaginación. No lo dude: cómprelo.
.

   
El rastro de Irene
CRISTIAN VALENCIA
Editorial Planeta
174 páginas

Toque de queda. Una banda de jazz tocando en una esquina. Un sargento rudo que quiere resolver un misterio y, créanlo, aunque sea difícil, seres de otro mundo que dejan un rayo luminoso mientras huyen de la policía. ¿Más creatividad? No responda.
Cristian Valencia (Santa Marta, 1963) relata en su ópera prima, El rastro de Irene, una historia policiaca donde se entremezclan la ciencia ficción, el humor, el delirio y el amor por una mujer. Armado de situaciones inverosímiles, el autor consigue recrear una ciudad futura donde las calles tienen otro nombre, las agencias de espionaje reciben el nombre de ‘J & Travis Detectives’ y la policía busca recuperar el orden de la vida cotidiana. Usted decide.
   
OMundo
Varios autores
Editorial Galería Mundo

¿Qué sabe de Ómar Rayo? ¿Que es un pintor que vive entre Nueva York y Roldanillo y que realiza pinturas tridimensionales? Hay más. En esta primera edición de Mundo, una revista que nace al mismo tiempo que la galería bogotana del mismo nombre, se encuentran textos críticos de Eduardo Serrano y Miguel González; uno más del mexicano Juan García Ponce, ganador del Premio Juan Rulfo de este año; un perfil biográfico de Fernando Gómez; una pequeña semblanza de Rayo hecha por su gran amigo José Luis Cuevas y un texto sobre el Museo Rayo hecho por Fernando Quiroz. Las fotografías fueron realizadas por Fernell Franco. Un número de lujo para tener en la sala de su casa. Disponible a finales de este mes.
   
Llamadas telefónicas
ROBERTO BOLAÑO
Editorial Anagrama
204 páginas

Bolaño (Santiago de Chile, 1953) se hizo célebre en Latinoamérica gracias a su novela Los detectives salvajes, una especie de retrato generacional de los poetas nómadas mexicanos. En
Llamadas telefónicas (libro de cuentos publicado por primera vez en 1997, es decir, antes de los Detectives) Bolaño anuncia lo que sobrevendría años después con su obra, pues en cada uno de los relatos de esta compilación aparece la ironía, el sarcasmo y la sutileza para enredarnos en situaciones cotidianas, sarcásticas y llenas de suspenso, que son características claves en su numerosa obra literaria.
Cuento recomendado: Henry Simón
Leprince (“un escritor sin talento pero poseído por la literatura”).

EL LECTOR
Por Vicente Muerto

Hay algo que detesto de las mujeres, de Catalina, de Juanita y de una horda de representantes del género que, desde que nací, me tienen acorralado, a mí y a todos los hombres. Cada vez que pueden, cada vez que se les da la gana, cada vez que ven que es el momento oportuno (el más inoportuno), nos hacen esperar: en la cama, en el cine, en un restaurante, ¡hasta en el maldito trabajo!
Con ellas siempre hay un motivo válido para perder el tiempo: “podemos salir ya?”, “por fa’, un minuto, dame un minuto, no he terminado de maquillarme”.
Cuando no es el maquillaje, es una llamada; cuando no es el celular, es una entrada inesperada al baño; siempre hay un motivo. Por suerte, la biblioteca de un hombre, que por definición es un ser inteligente, intelectualmente superior —¡ataquen feministas!—, es inagotable. Las mujeres andan con cartera y nosotros con libros. Ellas se cuelgan sus miserias al hombro (en esos bolsos guardan lápices labiales, toallas higiénicas y otras cochinadas), mientras que nosotros podemos llevar un bello ejemplar de Anagrama en la mano. Mientras ellas van al baño o contestan su teléfono, nosotros siempre tendremos la opción de abrir un libro y desconectarnos de esa dura realidad que es tener que soportarlas. Incluso, en esas plácidas lecturas que pueden alcanzar los 15 minutos, llegan a aparecer opciones para librarnos de ellas: en Mujeres, de Charles Bukowski, su protagonista realiza una tremenda maratón sexual con varias enfermas descerebradas, Hank no se detiene en razas, edades o tamaño, ¡hay que probar de todo! En Adiós a las armas, de Hemingway, la pobre protagonista queda embarazada y muere en el parto, ¡esa es una opción demasiado cruel para deshacerse de alguien! Pero al fin y al cabo, una opción. En las biografías de Francis Scott Fitzgerald se resalta que su mujer, Zelda, murió encerrada en un manicomio en llamas.
Aparte de este tipo de fines cargados de odio e impaciencia, porque no hay cómo soportarlas, existen otras razones prácticas para tener siempre un libro a la mano.
Hace poco tuve que acompañar a mi novia a su casa, no tenía auto y ella no quería tomar un taxi sola, dio lata (“¡te digo que es peligroso!”), hizo que me levantara de mi cama y saliera, como una pelota, a las 11:30 de la noche.
No sé por qué antes de salir decidí agarrar un libro de mi mesa de noche. Fue una premonición. Ella se bajó del taxi en su edificio, yo le dije al taxista que me dejara donde me había recogido y, ¡pasó lo que tenía que pasar! Al taxista le dio por que le faltaba agua al radiador y tenía que parar en una estación de gasolina y se iba a tardar más de 20 minutos. Empecé a maldecir a mi novia, pero me contuve: el libro que tenía entre manos era un best–seller al que no le había prestado mucha atención: ¿Su nombre? Hannibal.