21 de noviembre de 2014

Humor

Las neuras de Juan Lozano

Veo un animador participativo en cualquier evento y salgo corriendo. Se me altera el genio cuando en un evento corporativo empiezan a pedir voluntarios para que suban a la tarima para cantar con la solista o para bailar con la modelo.

Por: Juan Lozano
| Foto: Ilustración: Jorge Restrepo

El derecho a no hacer el oso debería incorporarse al capítulo de derechos fundamentales de la Declaración de Naciones Unidas. Un pequeño oso, un osito, puede ser efímero. Un oso polar, en cambio, aparece y reaparece por el resto de la vida y es capaz de devorar triunfos y logros hasta convertirse en caricatura perpetua.

Baste un ejemplo: el gorrito color ahuyama con flecos, babero y corbatín que le clavaron a Santos en su eurogira es asunto menor. Pero pasará a la historia y ese retrato será tan recordado que si los curadores de su memoria no se ponen las pilas cuando pinten el óleo para la galería de expresidentes de la Casa de Nariño, bien puede inmortalizarse con esa indumentaria.

Confieso. Yo, aunque me preciaba de tener un temperamento apacible, he ido desarrollando una reciente alergia que rápidamente se transforma en neura cuando aparecen aquellos detestables especímenes empeñados en que el prójimo haga el ridículo, validos de lo que ellos creen es un prodigioso don de gentes o un chispeante ingenio.

Les cuento qué me pasó. La asesora política, intensa, le repetía a Peñalosa que para mandar una imagen de cercanía de hombre casual y no de frío tecnócrata debía bailar desparpajado un meneíto colectivo del siglo XXI junto con quienes lo apoyaban en su campaña. Y así, sin ton ni son, violando el derecho a no hacer el oso de Peñalosa y de todos sus acompañantes, nos subieron sin fórmula de juicio a una tarima e hicimos, transmitido por todos los canales, el peor baile de la historia política de Colombia. En patético combo de sordas momias danzantes, Uribe y Lucho Garzón incluidos, terminamos haciendo reír a carcajadas a Petro, a los bogotanos e incluso a los mismos votantes de Peñalosa, alguno de los cuales sentenció lapidariamente la deserción de tales toldas: “Si así son bailando, como serán gobernando”.

Reconozco que ese día, pisoteada mi dignidad, se activó mi fobia. Algo me decía que yo no debía dejarme subir a esa tarima. “Juan, no”, me decía la voz interior. Pero mi solidaridad con el candidato y la empalagosa insistencia me llevaron al abismo. El baile me pareció eterno y el oso fue monumental. Me acuerdo y me ofusco. Cada acorde parecía un siglo. La semana siguiente tenía yo la impresión de que la gente que en la calle me sonreía socarrona no lo hacía por la paliza electoral, sino por la cara de aserejé frustrado con la que había quedado marcado.

Desde entonces, confieso, veo un animador participativo en cualquier evento y salgo corriendo. Se me altera el genio cuando en un evento corporativo empiezan a pedir voluntarios para que suban a la tarima para cantar con la solista o para bailar con la modelo. O cuando un mago busca entre el público alguna desventurada víctima que se pare a su lado a hacer el ridículo mientras lo asiste con sus trucos. “Tú”, dicen mirándolo a los ojos, mientras uno infructuosamente trata de hacerse el loco. “Sí, tú, el calvito, ¿cómo te llamas?”. Y yo quedo bloqueado. Trato de sonreír, pero mis músculos faciales no responden. Me pongo colorado. Se me va la voz. No puedo ni tragar saliva. Se me seca el pescuezo. Me atoro y me da tos.

¿Y qué tal las jornadas gremiales o académicas de “conozcámonos mejor” con un facilitador entusiasta? “Rompamos el hielo —dice—. Lo más importante es compartir. Para facilitar el ejercicio cada uno va a decir cantando cómo se llama y cuántos años tiene”. ¡Por favor! ¡Compasión!

Aprovecho y pido a los entusiastas del teatro que dejen de presionar a quienes no se las pican de actores naturales para participar en la comedia de Navidad de la empresa y menos con esos papeles ridículos que vienen con mamelucos y pelucas de colores.

En nombre del sagrado derecho a no hacer el oso, pido respetuosamente a los locutores de fiesta que no pongan a bailar al que no quiera bailar, que no pongan a cantar al que no quiera cantar y que no pongan a actuar al que no quiera actuar. Es sencillo: algunos pasamos felices como discretos espectadores de las públicas destrezas de otros, pero preferimos preservar pudorosos en ámbitos más privados nuestro ostensible sobregiro de talentos artísticos.

Ilustraciones: Jorge Restrepo

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