10 de enero de 2008

Maldita vecindad

De todas estas extrañas hermandades, creo que la peor es aquella de sentir que todos somos hijos del Chavo del Ocho.

Por: Juan Pablo Meneses

Hay cosas que nos hermanan a los latinoamericanos. Más allá de aquellas canciones que hicieron millonaria a Mercedes Sosa, y donde pide que nos tomemos de las manos, todos, hermanos americanos, hay asuntos que están fuera de nuestro control y que nos terminan dando una cierta y extraña identidad. Son aquellas características que reconocemos como propias, aun estando en diferentes ciudades.

Eso pasa, por ejemplo, con los taxis. Desde que estoy en el DF vengo escuchando, día y noche, increíbles historias sucedidas arriba de un taxi. Anécdotas cercanas al terror, relacionadas con secuestros de los pasajeros o billetes falsos o choferes que te dan miles de vueltas para cobrar el triple. Después de algunas semanas, uno siente que tomar un taxi cualquiera de la calle es sinónimo de jugar a la ruleta rusa.

Pero el asunto es bastante latinoamericano. Ya en Lima me dijeron que si paraba cualquier taxi de la calle, sin tomar precauciones, podía estar subiéndome a un auto donde me podían drogar, hasta dormirme, para despertar horas más tarde tirado en una calle, con un tajo en el estómago y sin órganos. O en Colombia o Venezuela o Costa Rica, donde podía terminar en cualquier parte. O en Buenos Aires y Santiago, donde son famosos los taxistas que dan billetes falsos. Y así, todos hermanados por el mismo terror a nuestros taxistas.

Sin embargo, de todas estas extrañas hermandades, creo que la peor es aquella de sentir que todos somos hijos del Chavo del Ocho.

De niño fui seguidor fanático del Chavo. Sabía que Don Ramón le iba al Necaxa, que el padre de Quico fue marinero, que alguna vez llegó una vecina buenísima, y nunca olvidé la vez que toda la vecindad se fue de viaje a Acapulco en un capítulo de antología.

Con el tiempo las cosas fueron cambiando. La "bonita vecindad", como decía la canción, no lo era tal. La relación de ellos estaba salpicada por las peores pequeñeces. La decadencia que se terminó apoderando de la vida de todos los actores no era otra cosa que un espejo que nos iba diciendo cómo es la vida, muchachos, así se termina, así terminamos todos, así terminarán ustedes.

En estos días en Ciudad de México he tratado de rastrear nuevas pistas de los protagonistas de nuestra infancia. Mientras la TV sigue trasmitiendo majaderamente la mentira de esa vecindad pobre y feliz, he podido sacar algunas cosas en limpio. Roberto Gómez Bolaño, público defensor de la derecha más conservadora de México, lleva varios meses sin dar entrevistas. Más ahora, que se filtró la noticia de sus presentaciones vestido de Chavo, en el apogeo de las fiestas de cumpleaños de los hijos de narcos colombianos. Vive con Florinda Meza, Doña Florinda, que suele hacer callar al Chavo en público y que contesta por él cuando le preguntan algo a Chespirito.

La Chilindrina ha intentado de todo, absolutamente de todo, pero siempre vuelve a llorar vestida de niña. Su última participación pública fue en un estadio de Chile, hace unas semanas. El Profesor Jirafales estuvo hace dos años en Buenos Aires, en un pequeño teatro, presentando un espectáculo que consistía en regalarle flores a la mamá de los niños argentinos repitiéndole —a cada una de ellas— las mismas palabras que antes le decía a doña Florinda. Don Ramón murió hace varios años, aunque la sorpresa es enterarme de que en México el famoso no fue él sino su hermano, ‘el Loco‘ Valdés, padre de Cristian Castro. Édgar Vivar, el eterno gordo, también vivió un tiempo en Buenos Aires y trató de actuar en telenovelas, pero siempre, irremediablemente, termina hablando como el señor Barriga.

El caso más misterioso es el de Carlos Villagrán que, me entero aquí en México, está llevando una suerte de vida anónima y perdida en el barrio Palermo de Argentina. Una suerte de Salinger de la TV latinoamericana. Algunos dicen que habría tenido un circo, con el que hace muchos años no sale de gira, y que a veces por las noches se vestiría de Quico para hacerle "chusma, chusma" al espejo.

—Dicen que es el que quedó peor de todos —me dice el taxista mexicano que me lleva en un Volkswagen verde, mientras hablamos del Chavo, un tema del que todos conocemos. Al bajarme, descubro que las peligrosas advertencias sobre el viaje en taxi en el DF eran falsas. Pero me quedo pensando en Carlos Villagrán.

Si vive en Palermo, vive cerca de mi casa. Ahora, cuando regrese a Buenos Aires, saldré en su búsqueda. Es hora de enfrentar a esta maldita vecindad. Desde ya, se agradece cualquier información del paradero de Quico.