24 de marzo de 2010

Mea culpa

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

En unas vacaciones, hace como cuatro años, me topé en un bar con un ex compañero del colegio. No éramos muy amigos. Nunca lo fuimos. Además, cuando me atrasé por perder octavo, casi no volví a verlo. Bien podrían haber pasado dos décadas desde que nos habíamos encontrado por última vez. Cuando nos saludamos, el tipo, muy decente pero bravo y un poco pasado de tragos, le dijo a mi esposa que yo era un hijueputa. Cuando ella le preguntó por qué, él le contó que yo le había puesto un terrible apodo. Estaba muy herido. Ese sobrenombre, que yo había "acuñado" por ahí en sexto y que apenas tuvo vigencia de un año, había resurgido en los pies de foto del anuario de su promoción. Y había quedado así bautizado para la posteridad. Si él no lo hubiera mencionado yo jamás lo habría sabido. Traté de conversar, de hacerle olvidar el motivo de su disgusto, le pregunté por alguna gente, pero él siempre volvía al tema. Parecía que tenía ganas de darme un puño. Le dije que lo sentía mucho y nos despedimos. Luego, mientras comía perro caliente en una esquina y hablaba con mi esposa, me sentí como un pobre güevón. La verdad, el apodo ni siquiera me lo había inventado yo: era un apodo clon, de esos que alguna vez escuché aplicado a otra persona y luego lo transporté a mi medio y busqué la víctima. No había ingenio alguno de mi parte, se trataba de un vil plagio que le chanté al primero que pasó por delante, pues bien le hubiera funcionado a la mitad de mis compañeros de curso.

Esa es una culpa que a veces me asalta y me amarga durante cinco o diez minutos. Luego la hago a un lado y sigo viviendo, porque no puedo hacer nada más salvo quizá reconocerlo en estas líneas, lo cual no creo que sirva de nada. Si no me hubiera topado con ese ex compañero olvidado, jamás me habría dado cuenta de su resentimiento, para él yo seguiría siendo un mal recuerdo pero él no ocuparía mi mente jamás.

A veces me pregunto cuánta gente me odia en silencio desde tiempos inmemoriales. Empiezo a hacer repaso mental y, cuando la lista se va engrosando peligrosamente, abandono semejante empeño masoquista. Sospecho que un par de peladitos que se iban en mi bus y que yo encendía a calvazos, si me vieran ahora, tal vez les gustaría partirme la cara. Seguro que también alguna amante que se enredó conmigo durante mi etapa más espinosa. Habrá que añadir un puñado de alumnos que no convencí o rajé injustamente durante mis tiempos de profesor… En fin, para qué seguir.

El problema es que existen, como en el caso de mi ex compañero del apodo, maldades propias que nos pasan inadvertidas. Hay una película de 1990 llamada Flatliners, que en español se tradujo Línea mortal, con Julia Roberts, Kevin Bacon y Kiefer Sutherland. En ella, cinco estudiantes de Medicina experimentan con el más allá. Por turnos, cada uno hace que los demás le induzcan un paro cardíaco y luego de unos minutos lo revivan; el objetivo es saber qué se experimenta estar muerto, qué hay del otro lado. Todos, después de experiencias alucinantes y agradables, continúan con su vida normal. Al cabo de unos días, los pecados que han cometido en su existencia empiezan a atormentarlos. Algunos de ellos ni siquiera sospechaban que habían hecho un mal. Eran cosas de niños o que, según su criterio, no significaban una ofensa o una afrenta para alguien más.

Si existiera el infierno, ¿tendría uno que dar cuenta de los pecados que le pasaron desapercibidos? ¿Pagaría la mujer que te rompió el corazón sin saberlo, el jefe que con toda inocencia te hizo sentir como un imbécil, el portero de discoteca que te amargó la noche y en realidad no hacía más que su trabajo? Y si no existiera, ¿quedarían impunes todas tus fechorías insospechadas? Yo creo que no existen leyes de la compensación, ni karmas, ni purgatorio. Nada. Uno se muere y se pudre. Punto. No va a reencarnar en culebra por haberse portado mal ni San Pedro le va a negar la entrada al cielo.

Quizá no hay más remedio que cargar con ese fardo de culpas inexpugnables, ese hatajo de agrias sospechas sobre nosotros mismos, aprender a vivir con él y cruzar los dedos para que quienes se sintieron ofendidos no nos den un puño cuando los volvamos a encontrar. El mínimo consuelo, si existe, es que por el mundo ruedan otras personas que jamás sospecharán el mal que nos hicieron. Y tal vez sea mejor así.