19 de junio de 2007

Nuestra tele

Somos hijos bastardos del melodrama mexicano, el culebrón venezolano y el sainete colombiano.

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

 Los colombianos que ya cruzamos el tercer piso y nacimos más o menos en la primera mitad de los setenta —o segunda de los sesenta—, tenemos muchos recuerdos en común. Los primeros televisores eran en blanco y negro y, cuando uno los apagaba, quedaba en el centro de la pantalla un puntico durante medio minuto; televisores con mueble sobre los cuales se ponía una carpeta tejida y un florero. Luego vendrían los televisores en color, con control remoto del tamaño de una panela y los betamaxes que parecían un piano. Los domingos nos teníamos que mamar La Santa Misa y Educadores de hombres nuevos antes de que empezaran El túnel del tiempo y Tierra de gigantes, muchos rayamos el Renault 4 de la casa con los taches del Lec Lee cuando intentábamos deslizarnos sobre el capó como lo hacían los Dukes de Hazzard. Nos tocó Animalandia y Musiloquísimo, Triqui traque mimográfico, con Frankly Linero, y Póngase a pensar, con José Fernández Gómez, y estuvimos tentados, más de una vez, a consultar algo en Yo sé quién sabe lo que usted no sabe. Presenciamos el ascenso y debacle de las estrellas infantiles Cusumbo y Ramoncito (a propósito, ¿ya vieron el comercial de Ramoncito en Youtube). Vimos la opaca final de España 82, por supuesto, y completamos nuestra formación futbolística con Many el líbero, serie de la Transtel alemana, a la cual debemos también Didí carcajadas, una versión ñoña de Benny Hill, y Telematch, que luego fue replicada en nuestras pantallas como El tiempo es oro, su pueblo gana, animada por el Culebro Casanova y grabada en el Supercamping Las Palmeras.
Nos sabemos de memoria capítulos enteros de Chespirito y podemos recitar, sin temor a equivocarnos, escenas completas de Plaza Sésamo. Tan importante fue don Ramón como Archibaldo en nuestra noción de lo que era un cascarrabias. Todos sabemos curar una chiripiorca o una garrotera y todos aprendimos muy bien lo que era "alrededor, arriba, abajo, a través". Si tuviera que escoger las dos series que marcaron mi infancia, sin duda serían estas. Así como tardíamente somos deudores de Matt Groening, al principio estuvieron Roberto Gómez Bolaños y Jim Henson. Mención de honor, en el panorama nacional, merece Pequeños gigantes, donde se formaron Carlos Vives y un man cuyo nombre artístico era Coco, al que yo creo que trataban con hormonas para que no creciera ni le cambiara la voz.
Nuestra educación sentimental estuvo a cargo de un centenar de telenovelas. Somos hijos bastardos del melodrama mexicano, el culebrón venezolano y el sainete colombiano. Entre las tetas de Verónica Castro en Los ricos también lloran, el amor de Mayra Alejandra por su violador en Leonela y la maldad de Teresa Gutiérrez en La abuela se fueron galvanizando nuestras nociones del bien y el mal, el amor, la envidia, el odio y la justicia. Tan fuerte ha sido la influencia de las telenovelas, que merecieron un homenaje musical: ¿alguien recuerda la Huesera en televisión, canción del infaltable Dolcey Gutiérrez inspirada en Los cuervos y La fiera? Si me pongo a hacer la lista de telenovelas memorables, se me va el resto de la página. Valga entonces decir que tuvimos el privilegio de ver, en sáficas maniobras —y cuando ya entendíamos la dimensión del hecho— nada más ni nada menos que a Amparo Grisales y Margarita Rosa de Francisco.
Era, sin embargo, una televisión en la cual no se decían groserías. La gente se insultaba diciéndose canalla, mequetrefe, maldito; aunque hay una anécdota, quizá falsa, alrededor de Guerra de estrellas, presentada por el ya olvidado Saúl García, en la cual este le preguntaba a un concursante: "De siete letras y empieza por C: hombre que come hombre", el tipo dijo "Cacorro" y Saúl, un poco cortado, le respondió "Yo tenía caníbal, pero te la valgo".
Luego vinieron las parabólicas y nos sacaron del aislamiento provinciano que apenas alcanzaban a mitigar Los diez mejores de la música, Oro sólido y Panorama, y nos dimos cuenta de que estábamos muy lejos de la tele gringa, pero al menos superábamos por mucho el estándar peruano, de cuya inopia daban cuenta Trampolín a la fama, el show de don Pedrito y Tulio a cholo color. La perubólica cedió terreno al cable y pudimos escapar del yugo de los canales, ahora privados, que vinieron a hacer —salvo honrosas excepciones— lo mismo que hacían el Canal 1 y el Canal A pero con menos vergüenza y más show.