18 de octubre de 2007

Paraíso en Cuba

Pienso en esa eterna presencia de Fidel en los noticieros al menos una vez cada quince días, durante toda nuestra vida.

Por: Juan Pablo Meneses
| Foto: Juan Pablo Meneses

Estoy en Cuba, pero esto podría ser República Dominicana, México, Costa Rica o Colombia. Estoy tumbado en una playa de arenas blancas y agua turquesa, con palmeras que adornan el paisaje y un par de chicas en bikini que nos entretienen con coreografías infantiles. Estoy rodeado de europeos y canadienses que se grillan al sol ocho horas diarias y que, por lo mismo que pagan diez entradas al cine en sus países de origen, aquí se pasan una semana con todo incluido.

La escena transcurre en Cayo Guillermo, una de las mejores playas de la cayería norte de Cuba. Pero aquí adentro, dentro de esta fortaleza cinco estrellas de capitales europeos, no importa si esto es Cayo Guillermo, Punta Cana, Playa del Carmen, Playa Langosta o San Andrés. Aquí adentro la salud de Fidel, el futuro de Cuba sin el comandante y la nueva mano de Raúl Castro son temas que, rápidamente, quedan aplastados por otras decisiones mucho más relevantes: qué factor solar es el más adecuado para el alto voltaje del sol, en qué restaurante vamos a almorzar y si es mejor el bar de la playa o el de la piscina.

Antes de venirme a Cuba recibí tantas recomendaciones que, más que estar viajando a la isla donde nacieron Silvio Rodríguez y Emilio Estefan, parecía que me estuviera yendo en un cohete a la Luna. Todo, para que al final no se note que estoy aquí, en la tierra donde se hizo famoso Ernesto Guevara. Hasta ahora, lo más cercano al Che que he visto fue esta mañana, durante una excursión de snorkel: bajo el agua, en una de las barreras coralinas de Cayo Guillermo, divisé una estrella de mar de cinco puntas. Del mismo estilo que la estrella que el Che usaba en su boina.

Ahora tengo al lado a una pareja de canadienses en plan de luna de miel, que después de varios días han logrado un bronceado color rojo Ferrari. Más allá, tres jubiladas inglesas, que reparten la playa con la lectura de novedades de hace cinco años: una está con El código Da Vinci y otra con el tercer Harry Potter. De pronto se nos acerca un cuarteto cubano, con bongó y guitarra y maracas, que toca un par de canciones del repertorio Buenavista Social Club y vuelvo a recordar que estoy en Cuba cuando cantan Chan Chan y eso de "el cariño que te tengo, yo no lo puedo negar, se me sale la babita, yo no lo puedo evitar".

Es raro lo que ocurre aquí. Mientras cae el sol en esta playa paradisíaca y enciendo un habano para turistas y revuelvo el mojito que me estoy bebiendo y se cruzan por delante un hermoso bikini italiano y meto los pies en una arena delgadísima, pienso en esa Cuba con la que crecimos en Latinoamérica. En esa eterna y permanente presencia de Fidel en todos nuestros noticieros —para bien o para mal, dependiendo lo que sucedía en nuestros países—, al menos una vez cada quince días, durante todos los años de nuestra vida. En toda esa historia cubana que traemos en la mochila y que, lo compruebo aquí mirando a esa italiana que podría estar caminando por Punta Cana o San Andrés, solo nosotros parecemos darle tanta relevancia. Cuando uno está en todo incluido de Cuba, de Guatemala o de Panamá, no hay más alternativas que entender que ahí adentro todo está incluido, menos el país donde aquellas vacaciones transcurren.

La extraña comodidad de no saber en qué sitios estás, se ve acrecentada porque el intercambio entre locales y turistas se reduce a dar la mano para las propinas y a cerrar un ojo cuando se recibe un trago. A nadie le extraña que nunca se vea a un turista cubano. Lo importante, es que el espectáculo de esta noche esté mejor que el de la noche anterior.

Cuando finalmente se va el sol, paso por la barra del lobby a renovar el mojito. El bar está tomado por media docena de ingleses de tonelaje pesado, que parecen venir bebiendo desde que salieron del suburbio en Londres. Más allá, un grupo de empleados cubanos recibe a un nuevo bus de turistas, esta vez alemanes, y corren a levantarles las maletas porque las propinas son en euros. El cuarteto de músicos los recibe con un alegre son cubano, pero no les presto atención porque estoy distraído: he vuelto a olvidar si estoy en una playa de Costa Rica, de Colombia o de República Dominicana.

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