22 de julio de 2009

Opinión

¡Qué orgulloso me siento de ser colombiano!

La frase retumba con fuerza en nuestras canciones y corazones, es casi una declaración de guerra. Nadie nos ha preguntado, pero insistimos en reafirmar el orgullo de haber nacido en esta tierra. ¿A cuenta de qué?

Por: Ángel Marcel
¡Qué orgulloso me siento de ser colombiano! | Foto: Ángel Marcel

Hace algún tiempo me topé en la calle con una radiopatrulla que llevaba en las puertas el siguiente letrero: "Qué orgulloso me siento de ser policía". Me acerqué al conductor y le pregunté:

—¿Qué significa esa frase?

—Quiere decir —me contestó mirándome de reojo y mesándose el bigotico— que nosotros sí estamos orgullosos de ser policías.

—¿Y por qué —le dije— no se ven carros con frases que digan "Qué orgulloso me siento de ser médico", "Qué orgullosa me siento de ser actriz", o "Qué orgulloso me siento de ser abogado"?

—Porque ese personal no siente el orgullo de sus profesiones como nosotros sí sentimos el orgullo de ser policías.

—¿Está seguro?

—Positivo —dijo con menos convicción que entusiasmo—. Para mí ser policía es lo más "bacano" que me ha pasado en la vida.

—Lo felicito, patrullero —le dije en son de despedida—. Lo felicito.

Recuerdo el diálogo anterior a propósito de la pregunta que me hacen con frecuencia: ¿Qué es ser colombiano? Y también a propósito, recuerdo frases como "Colombia es pasión", "Colombia: el riesgo es que te quieras quedar", y la tan repetida y gastada "Qué orgulloso me siento de ser colombiano".

¿Qué tal que para afianzar su identidad alguien tuviera que pregonar a los cuatro vientos: "Qué orgulloso me siento de tener orejas"? Tal vez si las tuviera de Dumbo, de burro o de conejo, o si fueran del tamaño de las del ratón, habría razones para hacerlo. Puesto que las orejas no constituyen para la mayoría de nosotros conflicto alguno ni motivo de incomodidad o de vergüenza, no necesitamos decirlo y menos aún gritarlo. En caso contrario, escribiríamos poemas, artículos y ensayos, y haríamos fiestas y marchas en defensa de la "orejidad", como sí lo hacemos con sospechosa frecuencia con motivo de todo aquello que nos hace falta y deseamos: el amor, la paz, la felicidad, el respeto por las personas, el aire puro, el agua, los bosques, los valores.

Por cuanto hacemos explícita la colombianidad, me temo que ser colombianos implica para nosotros un grave y sensible complejo de identidad. En consecuencia, buscamos nuestros modelos en otras partes para imitarlos y, además, para exagerar nuestra relación con ellos. No estoy exagerando: amamos la hipérbole macondiana.

El colombiano, salvo honrosas excepciones, cree que Popayán es "la Jerusalén de América", sin advertir que a esa ciudad la tiene sin cuidado presentarse ante el mundo como "la Popayán del Oriente Próximo". Ser colombiano es comerse el cuento de que Bogotá fue "la Atenas suramericana", sin que a nadie se le haya ocurrido bautizar a Atenas como "la Bogotá de Europa". Es llamar "Wall Street de Colombia" al complejo empresarial de la avenida Chile, la calle 72 de Bogotá, sin sospechar que el corazón histórico del distrito financiero y sede principal y permanente de la bolsa de valores de Nueva York, jamás aceptaría el nombre de "Colombian Chile avenue of Manhattan".

Ser colombiano es haber creído que el "combinado nacional", sin la tradición y preparación de Brasil, Italia o Suecia, ganaría en 1994 el campeonato mundial de fútbol, en Estados Unidos, solo porque el 5 de septiembre del año anterior había goleado por 5-0 a la selección de Argentina, en el estadio Monumental de River, de Buenos Aires.

Ser colombiano es pensar que, con el nombre de John Jairo I —o "Jhon", como escriben algunos bárbaros—, el cardenal Darío Castrillón Hoyos sucedería en el trono de San Pedro a Juan Pablo II.

Y, a propósito de nombres, ser colombiano es ponerles (no colocarles) a los niños y niñas, con todos los horrores de grafía que aguante la escritura, Jessica, Giselle, Wílber, Wílmer, Johanna, Yuleidy, Érika, Yuraiby, Leidydi, Mayerly, Cindy Stefanía, Deisy, Ginna, Jerson, Mangelly, Jhoan Andrey, Julieth, Christhian, Karen, Giseth, Jiseth, Lizeth, Valery, Jeniffer, Leydi Katerine, Vanessa, Yorleth, Jhorman, Tressor, Onedolar, Usnavy, Ferney, Stewenson, Nhorman o Linderman, mientras padres y padrinos gritan llenos de entusiasmo: "Qué orgulloso me siento de ser colombiano". ¿Alguien conoce a un solo gringo que se llame Pompilio?

El colombiano ama la retórica, los discursos, las frases de relumbrón y las palabras y giros efectistas. Quizás por ello algún paisano huilense descrestado con la razón social de varias sucursales de "Leonidas Lara e Hijos" en la "Noble y Señora Villa de la Muy Limpia Concepción de Neyba", puso un negocito de abarrotes al que llamó "Bonifacio Rodríguez e Papá". Habituados a semejante ingenio verbal —amable y simpático, por cierto— no extraña ver por todas partes anuncios y avisos como los siguientes: "Fusagasugá: Pincelada Crepuscular de los Andes", "Anapoima, el mejor clima del mundo", "Almuerzo Ligth Típico Ejecutivo", "Sushicharrón", "Se desgualangaron los precios: Agosto al Kosto", "Restaurante Gallina Pollitica", "Se pintan casas a domicilio", "Bidrios. Lo escribimos mal pero los colocamos bien", "Ratas, cuidado con el gato", "A Chávez ay (sic) que darle Correa sin Piedad", "Chismoso, el helado que va de boca en boca", o "Peluquería La Tusa: Estilistas Internacionales".

El colombiano medianamente ilustrado se horroriza si alguien dice hubieron fiestas, pero no advierte que incurre en el mismo error cuando informa que habían tres viejas en la iglesia. Ser colombiano es tenerle miedo al verbo poner y sustituirlo por colocar: "Si sigue molestando, le coloco un uno, señorita" —dice un profesor de lecto-escritura, después de asegurar a sus alumnos que en Colombia se habla el mejor español del mundo.

Cuando Borges dijo que "Ser colombiano es un acto de fe", olvidó que también somos un problema semántico: aquí no tenemos conflicto interno sino terrorismo; aquí no hay desplazados por la violencia sino migrantes. Colombia no necesita reforma educativa sino reforma educacional. Para muchos las normas y las leyes no son obligatorias sino obligantes. Para los burócratas, el agua es el recurso hídrico, la gente el recurso humano y los ríos son cuerpos de agua. Los viejos somos adultos mayores y los choferes, profesionales del volante.

El profesor Ernesto Bein, rector del Gimnasio Moderno entre 1976 y 1980, un hombre de cultura universal, alemán de nacimiento y colombiano de corazón, sin que —dicho no sea de paso— apenas lo mencionara, y eso, con algunos aguardientes en la cabeza, decía entre risas que no entendía muy bien el modo de hablar de los colombianos, pues a una mujer bella y joven le decimos vieja; a la esposa, mi hija (mija) o mami, y papito al niño pequeño de la familia.

El colombiano común simula lo que no tiene, pero olvida disimular y hacer discretas su holgura económica o su grandeza. Por eso tiende a la lobería y a la ostentación. Ser colombiano es viajar en buses con corazones que alumbran cuando se pisa el freno, con palomas de plástico en lo alto de la antena, con la barra de cambios forrada en peluche, vehículos que, además, llevan con frecuencia en los vidrios laterales la calcomanía de un gigantesco jet como signo de "distinción" y "elegancia", sin que por ello, en compensación, ningún avión del mundo muestre en sus ventanas la imagen de un bus ejecutivo. Sí, ejecutivo. Todo se nos volvió ejecutivo: Almuerzo ejecutivo, Últimas noticias para ejecutivos, Esteticistas: masajes a nivel ejecutivo. No me quiero imaginar la parte del cuerpo de más alto nivel ejecutivo a la hora de poner (no colocar) a una vieja a darnos masaje.

Ser colombiano es creerse poeta y, en el peor de los casos, serlo. Régulo Suárez, un ingenioso coplero de Tesalia (antiguamente Carnicerías, en el departamento del Huila), quien vivió y murió en olor de poesía a mediados del siglo XX en medio de borrachos y prostitutas, furioso porque una de ellas a quien llamaban la Inmensa por su gran tamaño se negaba a acostarse con él pues "el bardo de Tesalia" casi siempre le ponía conejo, escribió:

Si el bizcocho de la Inmensa

se pesara en la romana,

pesaría quinientos kilos

sin el cuero y sin la lana.

Ser colombiano es creer que nuestro Himno Nacional ocupa uno de los primeros lugares entre los más bellos del mundo. Peor aún: es soportar que gracias a la Ley 198 de 1995 todas las emisoras de radio y canales de televisión emitan "las notas egregias de nuestro himno patrio" a las seis de la mañana y de la tarde así como al comienzo y fin de sus emisiones, sin que semejante alarde de patriotismo nos haya hecho mejores ciudadanos o haya contribuido en modo alguno a erradicar —o al menos a atenuar— el horror de la guerra.

Ser colombianos, en fin, es tener por patria la incertidumbre y ser ciudadanos de la ambigüedad, como también deben sentirlo para sí mismos los súbditos de otros países. A la picaresca española que llevamos en la sangre y que nos autoriza a ser buscones, vividores, astutos y aviones, añadimos la malicia indígena que nos da patente de corso —al mejor estilo del tinterillo socarrón y marrullero o del político corrupto y clientelista que llevamos dentro— para soslayar lo que pudiera hacerse o decirse con mayor franqueza y transparencia. No estoy diciendo que estas condiciones sean exclusivas de nuestra idiosincrasia como inherentes que son a la condición humana. Lo que percibo es que entre nosotros tienen mayor relieve, subrayadas quizás por la pésima fama que tenemos aquí y afuera, y por ese vacío de humanidad que nos hace añorar lo que nunca fuimos. El punto, pues, no es preguntarnos qué es ser colombianos, sino más bien quién es el ser humano en un país como el nuestro.

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