19 de junio de 2007

Síndrome Colombia

Seguramente, por las miles de advertencias de no recibir paquetes de extraños, nos quedamos mudos mientras aceptábamos el encargo

Por: juan pablo meneses
| Foto: juan pablo meneses

Sucedió en Colombia. Aterricé en Barranquilla y de ahí en taxi hasta Santa Marta. La idea era escribir un artículo sobre la otra Colombia: la de los buenos hoteles, los paisajes de novela, las mujeres costeñas y las playas. Así que los días pasaban entre viajes en lanchas saltando olas transparentes, bar abierto en un hotel todo incluido, clases de salsa, cubas libres en el bar de Carlos Vives y huevos pericos al desayuno.

Rápidamente me acostumbré a los controles militares de la carretera y en este viaje, la narco-leyenda colombiana se reducía a pintorescas mansiones abandonadas donde alguna vez descansaron los capos de algún cartel. Fue ahí cuando conocí el parque Tayrona, con palmeras saliendo del mar tibio y mochileros de todo el mundo que un día llegaron y no se fueron más. A pocos kilómetros estaba Aracataca, el pueblo de García Márquez que se hizo conocido por su nombre falso: Macondo.

Eran días donde bastaba estirar la mano para coger un jugo de mango o de guayaba. La piscina del hotel era ideal para nadar al atardecer. Me había olvidado de los cientos de cuestionarios aduaneros, donde te preguntaban si algún desconocido te había dado un paquete para llevar. Importaba más que la temperatura del mar era perfecta y los precios baratos. Los pescados fritos pasaban por la garganta como miel. No era necesario tumbarse en la playa para quedar con la nariz superbronceada. Colombia asomaba como un país formidable, con todo lo necesario para vivir bien. Me lo decían los propios colombianos, amables como pocos, mientras posaban risueños para las fotos. La encargada de prensa del hotel nos contaba muchas historias divertidas y un par de anécdotas tristes. Nos presentó a su hija de dieciséis años que inauguraba piercing en la lengua, nos recomendó un lugar para comprar esmeraldas, y nos advirtió —acertadamente— que terminaríamos volviendo a Colombia. Todo bien, hasta el momento antes de despedirnos, cuando nos dijo: —El dueño del hotel quiere despedirse de ustedes.

La oficina del dueño del hotel tenía galardones, pósteres de Colombia y fotos aéreas de Santa Marta. El dueño del hotel usaba corbata de seda, tenía anillos dorados y bigote. El protocolo de despedida fue rápido, y finalizó cuando desde su boca se escuchó:

¿Me pueden llevar este paquete a su país?

Y ahí estaba. Un pequeño paquete de papel cartón, sellado con gruesa cinta adhesiva café claro. No tenía escrito nada y pesaba poco más de un kilo. Según el dueño del hotel, eran folletos para agencias de turismo. Ese tipo de paquetes yo lo había visto antes, pero en la tele: en las noticias policiales o en los documentales de dinero fácil. Nunca como envoltorio de folletos turísticos.

Seguramente por las miles de advertencias de no recibir paquetes de extraños, nos quedamos mudos mientras aceptábamos el encargo. Durante el viaje en taxi desde Santa Marta hasta Barranquilla el fotógrafo me decía que el encargo lo pasara yo por la aduana, y yo le decía que lo pasara él. El paquete nos quemaba las manos.

Cuando llegamos al aeropuerto de Barranquilla nos recibió un control sorpresa de equipaje. Había perros y escopetas y quisimos dejar tirado los folletos en el baño y el fotógrafo había cambiado el bronceado por una palidez de autopsia. No era chistoso, aunque nos reíamos para disimular.

Finalmente, sin dejar de sentir miedo un segundo, decidí hacerme cargo del encargo y despacharlo junto a mi mochila. El argumento que me llevó a la decisión final, mirada en el tiempo, me parece insólito y poco tiene que ver con algún acto heroico. Fumando un nervioso cigarro me convencí de que si pasaba algo malo, que si los perros descubrían que eso no eran folletos y saltaban las alarmas y de atrás la Policía y de ahí esposado hasta terminar en un calabozo colombiano, cerca de Aracataca, pues bien, si pasaba por todo eso terrible, eso significaba también que tendría una colosal historia para escribir.

Desde entonces, a eso de arriesgar años de cárcel por una buena historia, le puse un nombre. Jugarse todo por el todo por una buena crónica, comencé a llamarlo el Síndrome Colombia.

Así fue que pasé el paquete por la aduana.

Finalmente, no pasó nada. El envoltorio en cuestión era, efectivamente, un cerro de folletos de un hotel de Santa Marta. Por suerte no los había dejado tirados en el baño. Después entendí que el miedo al ver la Policía y querer deshacerme del encargo, había respondido al otro síndrome colombiano. A uno más común y repetido y de todos los días. A ese otro síntoma referido a Colombia, que no tenía que ver con los riesgos de contar una historia, sino con un sentimiento mucho más torpe y rudimentario: el prejuicio a un país.