18 de marzo de 2009

Sobre un equívoco

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

Cuando el poeta Amílcar Osorio fumó marihuana la primera vez dijo con una sonrisa regada por toda la cara: me siento como si me hubiera comido un circo. Y agregó. Con payasos y todo.

Éramos felices. Acabábamos de inventar el nadaísmo. No habíamos cumplido veinte años. Amílcar escribió después su Plegaria nuclear de un cocacolo, donde dice: Señor, solo te pido que me mantengas mis bluyines desteñidos, mis mocasines rotos. Tú sabes que he bailado rock and roll, que una vez he fumado marihuana. Entonces la maracachafa era una costumbre de mala fama de guaracheros de los bajos fondos, pintorescos atracadores de esquina, y zapateros remendones con lecturas esotéricas.

Mi generación estaba destinada a la exploración del subconsciente, que comenzábamos a intuir en nuestras lecturas de Freud y los surrealistas. Redimimos la marihuana de las guaridas de los rateros pobres y la pusimos de moda en las fiestas de una burguesía aburrida, pero intensa, como el perfume de los nardos.

Después de la marihuana apareció la cocaína sintética de laboratorios Merck que traía Alberto Bravo de Panamá entre calzones de encajes para la putería de Medellín. Luego, el abecedario de los venenos refinados en los santos laboratorios de la modernidad. El LSD que daba el cielo con su escama, el STP que regalaba infiernos de secretos, el DMT iluminaba un instante la mente como en el nacimiento de las supernovas y te introducía a continuación en un agujero negro. Negro, pero transitorio.

Mi generación estableció una mística alrededor de esas sustancias sagradas, y peligrosas. Y el peyote, la ayahuasca y el yagé. Una mística con su propia liturgia de guitarras eléctricas. Creímos inaugurar el reino de la Tierra contra el quimérico reino de los cielos. El ansia de inocencia no es nueva ni tiene fecha de caducidad. Y eso buscábamos. Inocencia y verdad.

La utopía transnacional de las almas unidas por las visiones del trasmundo se fue al carajo cuando irrumpió en la orgía la codicia, corrompiendo todo. A partir de la noche cuando Amílcar sintió que se había tragado un circo con payasos, la investigación de los poetas en los arquetipos a través del desarreglo de los sentidos degeneró en un asunto turbio, donde se mezclan los banqueros con los criminales del arroyo, policías torcidos y derechos, ejércitos de soplones, y pastores y guerrilleros de todas las iglesias, con retumbos de aviones, fumigaciones, y formidables burocracias de loros que hacen el seguimiento del asunto y lo diagnostican sin saber de qué hablan.

Cuando el arcaico impulso religioso, desde los eucarísticos hongos de Eleusis de Platón y sus amigos, y los paraísos artificiales de Baudelaire y los hippies, se estorba con la ramplonería de lo razonable, produce chispazos de infierno. La persecución de las drogas de revelación que la Policía llama alucinógenas, y las otras, derivó en este zafarrancho, y en un formidable negocio de alcances universales tan productivo como la pornografía y la guerra.

La codicia suele producir desórdenes. Y banalidades también. Como la campaña institucional (insustancial) que dice que la mata mata. Ninguna mata mata. El problema no está en las matas, sino en el modo como las forzamos a ser. El fastidio de la vulgaridad cotidiana impulsó a los hombres desde el principio hacia el interior. Alguien dijo que la proscripción de las drogas afrenta la libertad religiosa. Tal vez exageraba. En todo caso, puedo decir que mi generación de inspectores de simas y submarinistas del espíritu halló los peores desastres en el alcohol y las drogas psiquiátricas. Y en la gula. La marihuana no mata. Más gente mata la mantequilla.

Wilde dijo que es una desgracia que la juventud esté en manos de los jóvenes. Otra es que la política esté en las de los políticos. Tan dañinos cuando se inmiscuyen en la vida privada de la gente. Las campañas oficiosas contra la droga, que abarca tantas cosas distintas, hacen de un miserable milagro un gran misterio. Y aumentan la curiosidad de la gente entre la Patagonia y Alaska y Japón, y Rusia y México. En los antros de miserables y en los palacios de los ricos.

No hay que ser profeta para saber que en el futuro el uso de los alteradores de la conciencia se incrementará. Como siempre en tiempos de crisis económica y vacío espiritual. Y la prohibición, mientras siga el equívoco, seguirá aumentando los peligros de la vetusta costumbre en beneficio de los narcotraficantes y las vastas y miopes burocracias inquisitoriales, devoradoras de los presupuestos internacionales, de la moderna caza de brujas. Burocracias tan aficionadas además a los espantos del güisqui. Y el steak.