1 de septiembre de 2018

Entretenimiento

Somos calentura

El cineasta Jorge Navas, quien estrena película en septiembre, recorre su trayectoria y revela las claves para retratar una Buenaventura tan turbulenta en las calles como en el baile.

Por: Ángel Unfried. Fotos: Pilar Mejía, cortesía Black Velvet, Jorge Navas
| Foto: CORTESÍA BLACK VELVET

Una cámara traída de Canadá y seguir los pasos de Andrés Caicedo entre la ciudad y el cine fueron las motivaciones iniciales que conectaron a este director caleño con el mundo audiovisual. Esta conversación atraviesa sus búsquedas promiscuas, en las que el cine, el videoarte y la publicidad están matizados por el metal, la salsa choque y las minitecas de los ochenta.

Al igual que para varios nuevos realizadores caleños, sus comienzos están marcados por Caliwood. ¿Qué tanto influyó esa generación en su conexión con el cine?

Para mí fueron claves Andrés Caicedo y ¡Que viva la música! Éramos metaleros y tenía un amigo al que le pasaban cosas rarísimas, amanecía aruñado y la mamá, que era muy religiosa, oía gritos. Estaba preocupada y nos regaló el libro para que viéramos el peligro de dejarnos llevar por la música, pero lo que logró en mi caso fue detonar todo lo contrario. De ahí en adelante, esa generación de Caliwood estuvo muy presente. Caicedo por la literatura y el cine, y Luis Ospina y Carlos Mayolo como puntos de referencia para los que empezábamos en esto. Después me convertí en monitor de la Cinemateca de la Universidad del Valle y ahí descubrí la mayoría del cine que he visto en mi vida: ciclos de Lynch, Tar- kovski, Wenders, de cine mudo y los festivales de videoarte. Yo, inicialmente, quería ser videoartista, más que cineasta.

Su primer trabajo personal tuvo que ver con Caicedo y el videoarte. ¿Cómo llegó a ese proyecto?

Primero hice algunos documentales en Rostros y rastros, para el canal de la universidad, que apenas comenzaba. Después, lo primero grande que desarrollé fue una campaña contra la droga de Naciones Unidas que se llamó Pegate al parche, marimba a la lata. Ganó un montón de premios y me llamaron de Bogotá para trabajar en una productora. Apenas iba en sexto semestre y les pedí que me esperaran. Estaba empezando mi tesis, Calicalabozo, un largometraje experimental basado en los cuentos de Andrés Caicedo. Era una época de mucha experimentación: yo era metalero, pero también tenía una miniteca y me iba a poner salsa en fiestas. Siempre he sido muy promiscuo en mis gustos.

Su primer corto es una historia de vampiros en Bogotá. ¿Cómo nace Alguien mató algo?

En ese momento, 1999, yo trabajaba con Laberinto Producciones haciendo publicidad. Un día en que caminaba por el pasaje Hernández, en el centro de Bogotá, vi un edificio hermosísimo, pero supercaído. Tenía las ventanas tapadas con cartones, pero se notaba que vivía gente. Entonces dije: “Juepucha, ¿quién sabe qué vampiros tan raros vivirán ahí?”, y de inmediato hice clic con una historia que había escrito un amigo de Cali, Fernando Gómez, ‘Chicharro’, sobre una niña que se creía vampiro. Siempre me obsesionaron los vampiros, en eso sale a flote la estética metalera y se conecta con el expresionismo alemán y con los lenguajes experimentales. Hice un sancocho de gustos personales y salió ese corto que, después me di cuenta, tiene profundas conexiones con el gótico tropical de Caliwood.

Alguien mató algo, el primer cortometraje de Navas, es la historia de una niña que se creía vampiro.

Hacer su ópera prima tomó casi ocho años. ¿Cómo fue ese proceso?

Aunque no fue hace tanto, empecé a trabajar en La sangre y la lluvia en un momento muy distinto para hacer cine en Colombia. Como me iba bien en publicidad, monté mi productora, Patofeo Films, para ver cómo financiaba la película. Carlos Moreno estaba empezando el proceso para Perro come perro y con la productora queríamos sacar adelante los dos proyectos. Después hubo rollos con los socios, con la vida: fue una época muy loca, me perdí un poco en esos años.

Esa locura también hizo parte de la película…

Totalmente. Siempre llegaba a casa al amanecer. En Cali y en Bogotá viví el centro y viví la noche. Era la época en que se estaban reinsertando los ‘paras’ y había una batalla territorial sanguinaria entre bandas en el barrio Santa Fe. Iba a rumbear a La Piscina y a esos lugares de militares y ‘paras’. A mi novia de esa época también le gustaba meterse allá, ella era bien loca y quería autodestruirse. En el guion saqué todo eso. Fueron cinco años trabajando con Carlos Henao, un maestro en términos narrativos. Después de hacer la película, no volví a frecuentar esa sordidez, quedó como un mundo cerrado fuera de mí.

A pesar de los contextos distintos, La sangre y la lluvia y Somos calentura comparten la sordidez y la noche. ¿Cómo fue ese giro de Bogotá a Buenaventura?

Tengo una relación muy fuerte con el Pacífico, con el puerto, con lo afro. Mi papá vive en Tumaco y mis abuelos fueron comerciantes allá. Desde pequeño iba con frecuencia y siempre quise hacer algo sobre la región. Un día me llamó Steven Grisales, el productor, y me dijo que tenía un proyecto. A él le había gustado mi primera película y sentía que había una relación, quizá por el tema de la noche. Yo pasaba por un momento de ruptura y necesitaba reconectarme con la vida, volver a poner música me ayudó con eso. Iba al centro de Cali a buscar música pirata que no sale en ningún lado y me encontré con el Ras tas tas antes de que se pusiera de moda en el Mundial de Brasil. Todos los puestos del centro ponían el video: era estéticamente loco, la ropa que ellos usaban, el baile, la fusión de ritmos. Quedé, como decía Jesús Martín Barbero, “con un escalofrío epistemológico”. Empecé a investigar y me di cuenta de que había cientos de canciones de estos pelaos, todos del Distrito de Aguablanca, y empecé a ponerlas en las rumbas. Luego del Mundial, Steven me habló de ese proyecto que entonces se llamaba Buenaventura, mon amour. Ellos lo pensaban como una historia de hip-hop un poco atemporal, como si Buenaventura fuera Brooklyn o Harlem en los ochenta. Mi aporte fue decir “vamos a hacerla con la estética nueva que está estallando aquí y vamos a darle un giro más social-documental”.

Seis horas frenéticas y oscuras de amor transcurren en La sangre y la lluvia, su primer largometraje.

La ‘calentura’ describe la temperatura y el baile, pero también la violencia de Buenaventura. ¿Cómo se balancean esas dos caras en la película?

Nos enfocamos en usar el baile como lenguaje y como forma distinta de mirar al puerto. Aunque también está toda la situación social dura en paralelo, quisimos que estuviera atravesada por el baile. Todo comenzó desde la preproducción de La sangre y la lluvia. Le habíamos pedido al man de casting que buscara gente real en el Santa Fe y encontró un grupo de bailarines que imitaban a Michael Jackson en prostíbulos y lugares de mala muerte por cuatro pesos. Esos chicos venían de Buenaventura, uno de ellos terminó trabajando en mi primera película y también en El páramo, un largo que produjo Steven. Se llama Julio Valencia, uno de los mejores bailarines de Buenaventura que se habían venido a Bogotá. El guion surge, en parte, de su vida y fue gracias a él que entramos a los barrios de Buenaventura. Como él ha estado en películas y telenovelas, lo ven como una persona de éxito, lo respetan. En general, a los bailarines los quieren mucho porque representan un punto de contraste: o eres deportista o eres bailarín o eres matón. Rodamos en barrios muy calientes, Piedras Cantan, El Lleras y Puerto Colombia, pero nunca tuvimos un asomo de violencia. Incluso cuando había peleas por las fronteras invisibles, no se metían con nosotros. Estaban felices de que hubiera una mirada distinta sobre ellos. Aunque también les gustaba hacer de malos, jugar con su realidad, ser lo que son. Es como en los narcocorridos, que celebran lo trágico y lo violento. Allá pasa de todo, pero también te asombrás de que la gente vive feliz, no los ves asustados ni paranoicos. Ellos dicen que no hay mejor vividero que Buenaventura.

¿Qué tan central es, en realidad, el baile para estos jóvenes?

Buenaventura era la cuna de los grandes bailarines, pero se han ido acabando, principalmente porque no les da plata. Con la salsa choque hubo un giro porque vieron una oportunidad de éxito. En estos lugares la gente está buscando salvavidas y donde estén hacen la lucha: si hay que cantar, cantan; si hay que bailar, bailan. Algunos son talentosísimos, otros desafinados o perdidos, pero con una actitud hermosísima. Están que se comen el mundo para que el mundo no se los coma a ellos. 

Un concurso de baile es el pretexto para narrar la vida y los sueños de un grupo de jóvenes de Buenaventura.

Otro salvavidas que marcó a varias generaciones fue la ilusión de embarcarse como polizones. La película muestra ese camino, ¿aún muchos lo toman?

Antes era más común que quisieran irse para Estados Unidos, pero se han dado cuenta de que allá es muy duro. Ahora el principal destino es Chile, aunque también van a Ecuador u otras costas más cercanas del Pacífico. Se van como obreros de construcción y empleadas de servicio, y les pagan mucho mejor que acá. También están los que llevan su música o los que van a robar y a hacer cagadas. De otras épocas quedó esa idea de que los que coronaban volvían a demostrar que habían triunfado, aunque en muchos casos es algo engañoso. El mismo Julio, que se la pasa luchándola en Bogotá, cuando vuelve a Buenaventura se monta de tres pares de tenis para mostrar esa imagen. Yo lo veía estrenando en medio de los barriales y me imaginaba, “así debieron haber sido estos ‘manes’ que iban a Estados Unidos y volvían como los mandamases”. Eso también ayudó a configurar toda la estética recargada de influencias que se ve en la película.  

¿La búsqueda empezó por encontrar actores que bailaran o bailarines que actuaran?

La condición era que fueran excelentes bailarines. Los buscamos en Buenaventura, Quibdó, Tumaco, Cali y Medellín. A partir de ahí, trabajamos con un excelente preparador de actores colombiano, Carlos Medina Fagua, que aprendió junto a Fátima Toledo, la de Ciudad de Dios. Era un trabajo difícil porque son pelados que vienen de barrios muy duros, son indisciplinados, muy locos y agresivos. Con una metodología bellísima, Carlos logró canalizar esa energía hacia los personajes. Trabajábamos en paralelo con un coreógrafo, Rafael Palacios, de Sankofa, que es como la autoridad en danza africana en Colombia.

Aparte del reto de ser bienvenidos por la comunidad, ¿cómo lograron que ese acercamiento fuera respetuoso con ellos?

Lo principal es dedicarle tiempo e investigar mucho. Hay que ganarse ese respeto con respeto. Estuve leyendo la historia del hip-hop y es muy bonito cómo se posicionó en Nueva York. Por un lado estaba ese mundo de artistas, músicos y bailarines negros con un talento extraordinario, y por el otro unos chicos blancos que iban a curiosear, a tomar fotos de los grafitis y a exponer esos trabajos en Soho. Llevaban bailarines a las inauguraciones y allí se cruzaban con dueños de discotecas y así todo iba creciendo y saliendo de ese otro planeta cerrado en el que había nacido. El punto es que ese movimiento hacia fuera que convirtió al hip-hop en fenómeno mundial fue posible gracias a un diálogo, a un interés mutuo. Aunque se trate de una película argumental, la mirada documental es muy importante para abrir esos diálogos y ayudar a reconstruir una versión de esa realidad.

¿Qué viene ahora para usted?

Estoy terminando un documental sobre Andrés Caicedo, un poco reencontrándome con Calicalabozo y metiéndome en su relación con el cine de terror y su periodo en Los Ángeles, cuando se fue a tratar de vender unos guiones con adaptaciones de textos de H. P. Lovecraft. Por esa misma línea, estoy trabajando en un largo de ficción sobre el gótico tropical, las religiones mezcladas con historias de violencia y narcotráfico en el Valle del Cauca.

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