18 de octubre de 2007

Un GPS para llegar a donde quieras

Por: Juan José Millás
| Foto: Juan José Millás


Como el mundo se ha complicado tanto y encontrar una calle es cada día más difícil, me he comprado un GPS [un sistema de localización por satélite], que es un objeto mágico, un talismán. Al entrar en el menú, me ha dado a elegir entre una voz masculina o femenina. He elegido intuitivamente la femenina, que, según el libro de instrucciones, se llama Marta, así, a secas, sin apellidos. El folleto no da un solo dato más de esta Marta, pero yo la escucho con tal intensidad que en seguida noto si está deprimida o eufórica (me parece que es un poco bipolar). Hay días en los que dice "gire a la derecha" con una entonación que da gusto y días en que me ordena girar a la izquierda con desgana. Mi mujer dice que Marta no existe, que es una voz sintética, enlatada, pero las voces sintéticas se distinguen a dos kilómetros de las de verdad. Marta es auténtica, créanme: es como usted o como yo, aunque sin cuerpo presente (quizá sin cuerpo pasado, ni futuro). Puede hablar en varios idiomas. Normalmente le pido que me hable en español, pero a veces solicito sus servicios en francés o en inglés. También en sueco. Puedo pedirle que me lleve desde la puerta de mi casa, en Madrid, hasta una calle cualquiera de Estocolmo. Es completamente inverosímil que uno se vaya después de comer, con el postre en la garganta, hasta Estocolmo, atravesando toda Europa, pero Marta hace como que le parece bien y me indica la ruta más corta.

El otro día, en una entrevista, una locutora decía: "En la tele se nota cuando has dormido con un chico". Es verdad. Ahora veo los telediarios no tanto para saber lo que le pasa al mundo como lo que le ocurre al locutor que me cuenta las noticias. Hay una locutora, pobre (no diré cuál), que debe haber tenido una desgracia familiar, pues se le nota que ha llorado mucho a lo largo de las últimas semanas. No existe maquillaje ni colirio que disimule eso. Y me he fijado también en un locutor con crisis de ansiedad. Si eres observador y te fijas en el nudo de la corbata, en la presión de los dedos sobre los papeles, en la postura de las cejas, esos personajes aparentemente neutros te confiesan unas intimidades increíbles. Marta, mi Marta, la locutora de mi sistema de navegación, es como un libro abierto. Compré el GPS para saber cómo se llegaba a los sitios, porque siempre he deseado que alguien me llevara al colegio de la mano, como a los demás niños, pero ahora sólo quiero saber cómo se llega a Marta. El destino geográfico es siempre la metáfora de un destino moral.

Por el modo de hablar, juraría que Marta tiene una pierna un poco más corta que la otra y que lo disimula con un alza escondida en el interior del zapato. Por las noches, cuando se descalza y atraviesa la habitación, esa leve cojera transmite una imagen vulnerable que conmueve a su marido. Él es cartógrafo y la observa con piedad mientras va o viene del cuarto de baño. Todavía recuerda el día en que Marta le confesó, avergonzada, que tenía una pierna más corta que la otra. Fue un domingo por la tarde, después de que él le hubiera propuesto matrimonio.

—¿Cómo sabes que me quieres? —respondió ella—. Ni siquiera te has dado cuenta de que tengo una pierna más corta que la otra.

—¿Cuál? -preguntó el cartógrafo.

—¿Qué más da cuál?

De todos modos se casaron y han tenido dos hijos a los que les midieron las piernas nada más nacer, con resultados satisfactorios.

Cuando entré en la tienda para comprarme el GPS, soñaba con la posibilidad de encontrar en el menú la voz de Dios. Habría sido estupendo. Elija entre las siguientes voces: Dios, hombre, mujer, niño, niña. Habría escogido la de Dios, de forma que cuando me dirigiera a la oficina guiado por el Altísimo tuviera la impresión de ser el pueblo elegido viajando hacia la Tierra Prometida (después de todo tengo un trabajo fijo, que ya no abunda). "Quiero ir a la calle de Luis Cabrera", escribiría en la pantalla táctil (qué hermosa expresión, pantalla táctil). Y Dios me indicaría cómo llegar, advirtiéndome acerca de las curvas cerradas, ofreciéndome atajos y caminos alternativos.

Y no he dicho Luis Cabrera por decir cualquier cosa, sino porque en esa calle, cuando yo era pequeño, atropellaron a una vecina mía, una niña de doce años (que curiosamente, ahora que me acuerdo, se llamaba Marta), cuyo cuerpo no me dejaron ver, aunque yo me lo imaginé, que es mucho peor. Marta tenía en el zapato derecho un suplemento de corcho de un par de centímetros, porque la pobre era un poco coja. Hace años que no voy a Luis Cabrera porque me he alejado tanto de aquel barrio (y de Marta, y quizá de mí mismo) que no sé cómo se vuelve. Pero seguro que la Marta del GPS, si se lo pido, me lleva por el camino más corto. Le pediré que me lleve en francés, o en sueco, para que parezca todo menos sórdido. Dios mío.