9 de octubre de 2006

Cómo odiar a Brasil

La sonrisa de estar en brasil se me borró definitivamente en la mitad del primer día, y cuando instalamos el campamento para pasar la primera noche, no paraba de insultar en silencio

Por: Juan Pablo Meneses
La sonrisa de estar en Brasil se me borró definitivamente en la mitad del primer día, y cuando instalamos el campamento para pasar la primera noche, no paraba de insultar en silencio. | Foto: Juan Pablo Meneses

Me encanta Brasil. He venido muchas veces, al norte, al sur y al centro. En los primeros y en los últimos meses del año. Como casi todo el que viajó hasta aquí, siempre he prometido volver, y en cada vuelta a casa me iba masticando esa sensación de estar saliendo de un país que despierta las mayores simpatías planetarias. El lugar de las playas para todos los gustos, con mujeres de cuerpos perfectos hasta en su imperfección, y donde la comida y la música y la gente salpican de buena onda hasta un paseo por regiones más pobres que el pan duro. ¿Quién podría odiar a Brasil? ¿Existe alguien que hable mal de este país?

Pero, finalmente, sucedió. Me acaba de suceder. Seguramente, el error fue mío, al tratar de probar un Brasil diferente en esta vuelta al mundo. Uno lejos del cliché del fútbol-playa y los carnavales en ‘colaless‘. Para un grupo de viajeros bien informados, hace rato que esta zona corre de boca en boca, como un secreto jugoso o un chisme de pocos: Chapada Diamantina. Una región bahiana donde tiene casa Jimmy Page, la guitarra de Led Zeppelín, y en donde nadar en el mar ha sido reemplazado por algo que parece lo menos brasilero del mundo: el trekking de montañas.

—¿Entonces te inscribes en el trekking de tres días? —preguntó el guía, encargado de la agencia de hacer estas caminatas.

—Sí, tres días —le digo, mientras me muestra un álbum de fotos con turistas de medio planeta que han venido en busca de su propio Brasil diferente.

Pero debí estar más atento. Al aceptar, estaba comprometiéndome a caminar durante tres días por 35 kilómetros de montañas, sin ningún llano, durmiendo en carpas, comiendo al fuego y bañándome en riachuelos de aguas más oscuras que el final de esta caminata. Todo, en una meseta de altura en el corazón de Bahía, a 400 kilómetros del mar.

A las nueve de la mañana y en grupo de ocho salimos caminando del pueblito Lençóis. A los pocos minutos, sin piedad, ya estábamos subiendo por paredes de piedra escarpada, bajando por picadas barrosas, viendo cómo las rodillas bailan por sí solas. A las tres horas de caminata, recién el primer día, ya sentía que me venían a saludar músculos que pensaba se habían muerto hace años.

La sonrisa de estar en Brasil se me borró definitivamente en la mitad del primer día, y cuando instalamos el campamento para pasar la primera noche, no paraba de insultar en silencio. Si a eso le sumamos que el resto del grupo disfrutaba con el esfuerzo físico, con este agotamiento de travesía por el desierto, el panorama seguía oscureciendo. Nunca he entendido a las personas con alma deportiva que disfrutan, y buscan, llegar a la noche con un agotamiento que no los deja mover ni la lengua. De tertulias de trasnoche, ni hablar. Como acto de protesta, después de la comida de comando de supervivencia, encendí un cigarrillo mientras el resto se frotaba las piernas con refrescantes musculares. Pero el humo en una garganta mal acostumbrada al ejercicio me hizo toser a niveles ridículos. ¿Qué hago en este Brasil?

A las siete de la mañana del segundo día me despertaron del sueño para volver a la pesadilla. Si no fuera por esta obligación de caminar entre montañas, hasta podría haber disfrutado el paisaje. Una postal tan poco brasilera que, se dice, aquí se inspiró Conan Doyle para escribir El mundo perdido. Al volver a andar la segunda jornada creo estar seguro de que escuché a mis piernas diciéndome, furiosas, que esta mala broma se las pagaría con intereses.

El resto del día bajamos y subimos empinados senderos por donde antes solo pasaban animales perdidos.

Estaba salpicado de lagartijas que se esfuman ni bien escuchan las pisadas. Cada vez que recordaba que había pagado 80 dólares por recibir esta azotaina de la naturaleza, más me pesaba la mochila. Cuando el guía nos dijo, en la tarde del segundo día, que "ahora subiremos los 400 metros de la Cachoeira da Fumaça", mis compañeros de grupo celebraron. No miento si digo que en ese momento casi me largo a llorar. Para aumentar la frustración, mientras subimos los escarpados 400 metros con la pesada mochila a cuestas, comienzo a hacer una lista mental de cinco playas donde habría pagado por estar en este mismo momento:

—¿Por qué mierda no estoy en Boipeba, que tiene aguas tan trasparentes y uno puede tomar caipirinha viendo cómo se va el sol?

—¿Por qué carajos no estoy en Copacabana, fumándome un cigarrillo mirando un partido de fútbol-playa?

—¿Por qué diablos no estoy en Pipa, al nordeste, donde hay unas de las mejores playas nudistas del mundo?

—¿Por qué estoy en esta pesadilla que tritura mi espalda y no me estoy dejando masajear en una camilla de la playa de Trancoso?

—¿Por qué no Morro de São Paulo?

El porqué es sencillo: quería conocer el Brasil más diferente. A mala hora se me ocurrió salir del cliché.

Por una bizarra razón, que tendrá que ver con una gigantesca maquinaria de prensa, todos hemos crecido pensando que en Brasil todo se vive mejor. Desde el crimen organizado hasta el trekking.

La segunda noche la pasamos dentro de una cueva natural, donde los ruidos nocturnos se dividían entre murciélagos que protestaban por ocuparles la cueva y roedores del tamaño de un caballo que revisaran nuestras mochilas y restos de comida, mientras uno aguantaba la respiración dentro del saco de dormir, para que no fueran por ti.

El tercer día, en el momento que recorríamos la última parte de la zona de montañas, ya no hablaba con nadie del grupo. En silencio, elaboré teorías de por qué detesto el trekking y todas estas aventuras extremas que te dejan sin aire:

—Es obvio. Uno dice estamos en el punto A, y tenemos que llegar al punto B. Y listo, en eso consiste el deporte.

—La gracia del trekking está en llegar al final, y todos celebran cuando termina. Yo prefiero viajes donde uno llora cuando se acaban.

—La noche está hecha para conversar, beber y bailar. No para caer tumbado a una cama, a no ser que no tengas de qué hablar.

—¿Te gustó este Brasil? —me dice Felisvaldo, el guía del trekking, y por poco no le doy una bofetada.

El resto del grupo, formado por alemanes, catalanes y argentinos, aplaude el fin de la caminata y hacen una fiesta que me parece la celebración del sin sentido.

Los cuatro días posteriores al trekking por Chapada Diamantina los paso moribundo, casi sin poder caminar, moviéndome con pasitos cortos y bebiendo botellas de agua como tanques de oxígeno. Maldiciendo la hora del viaje de exploración, maldiciendo la vuelta al mundo y puteando, con insultos nuevos cada día, a este Brasil de mierda del que todos hablan tan bien.